martes, marzo 07, 2006

CAPITULO 20
CAPITULO 20

Tristemente dejamos atrás el Taj Mahal. Cogimos un tren, otro más hacia un nuevo destino, Varanasi, la ciudad de los muertos. Una de las ciudades más antiguas del Mundo. Dicen que la fundó el dios Shiva y ya en el año 500 a.C. Buda estuvo por allí dando una de sus primeras charlas.
Llegamos al amanecer de un día típico de época del monzón. Lluvioso y gris.


“Hoy se ha levantado el día llorando.

Quizás es porque está triste.

Y la lluvia me está susurrando

que tal vez el amor ya no existe.”

Bajamos del tren y fuimos hacia el hostal que ya habíamos reservado. Llegar a él fue casi una aventura ya que Varanasi es como un laberinto lleno de pequeñas y estrechas callejuelas. El hostal se llamaba “SHIVA GANGES VIEW” y estaba a orillas del río Ganges, el río sagrado de la India. La habitación, comparada a las que había estado antes, era de un lujo total, espaciosa, limpia, con una bonita cama de matrimonio en medio. A la derecha había un pequeño sofá con una vieja mesa de madera delante. A la izquierda de la cama estaba el baño, que no desmerecía en absoluto del resto de la habitación. Delante de la cama dos grandes puertas de madera y cristal daban a un balcón con vistas al Ganges y por donde entraba un torrente de luz. Dejé la mochila en el suelo, me senté en el sofá y sonreí. Empezaba con buen pie. Además, el hostal era regentado por un matrimonio de unos 60 años, amables y siempre prestos a cualquier necesidad de sus huéspedes. Daba gusto estar allí. Tras una ducha quedé con Dalip para comer algo y planear nuestra estancia. Tenía muchas cosas que hacer y ver en Varanasi por lo que en principio iba a estar 3 días para después volver a Delhi y desde allí, de nuevo a la civilización. Pero antes había mucho que hacer, mucho que ver, mucho que sentir, mucho que disfrutar, mucho por vivir.

Dalip tenía ganas de volver a sus orígenes y como descendiente de “Sijs” sentía que debía visitar su ciudad santa el gran “Templo Dorado” para después volver a su Liverpool natal. Así que solo iba a estar una noche en Varanasi. Por un lado me entristecía saber que esa noche iba a ser la última juntos, y sabía que lo iba a echar de menos. Pero por otro lado tenía ganas de disfrutar a solas de esta ciudad, recorrer su misticismo y estar por un tiempo solo de verdad enfrentándome a mis fantasmas en este sitio tan lleno de espiritualidad.

No dejó de llover en todo el día, aun así recorrimos la ciudad e intentamos hacernos un plano mental de la misma ya que, como dije antes, esto era un verdadero laberinto pero sin minotauro.

Un día de los que estaba en el campamento de la Fundación en Anantapur, mi querido Chicho me preguntó si notaba la espiritualidad de la India de la que tanto hablaban los viajeros que de ella venían. Yo le dije que no, que no la sentía y él me respondió que tampoco. Y fue en Varanasi donde sentí por primera vez esa espiritualidad. Era como un extraño calambre que recorría todo mi cuerpo, una sensación difícil de explicar pero que estaba presente en toda la ciudad como si se moviera sigilosamente por el aire arrastrada por el humo que los crematorios elevaban al cielo en forma de plegaria.

Varanasi es especial por muchas razones. Fue fundada por un dios, Buda estuvo allí, está construida junto al sagrado Ganges y es allí donde la mayoría de los hindús desearían morir y es donde muchos de ellos mueren. La mayoría sabréis que en esta ciudad están los crematorios donde son incinerados los seguidores del hinduismo en múltiples piras funerarias. Pero no todos son quemados, hay seis tipos de personas, las mujeres embarazadas, los niños, los ancianos, los leprosos, los que mueren de una enfermedad rara o desconocida y los que han sido mordidos por una cobra. Estos seis grupos de personas, siguiendo la norma de la religión Hindú, se les ata una piedra al cuello y son lanzados al Ganges donde sus sagradas aguas transforman la impureza en pureza, la imperfección en perfección, donde la humana relatividad del cuerpo da paso a la inmortalidad del alma, al eterno silencio.

Eran las 6 de la mañana de otro día gris y triste. Una barca nos esperaba junto al embarcadero del hostal y nos llevó a Dalip y a mí a todo lo largo del río. A medida que el sol asomaba vergonzoso y cauteloso por el horizonte, las oscuras y tranquilas aguas del río fueron convirtiéndose en marrones y bravas. Una fantasmagórica y vacía orilla fue tambaleándose en su silencio hasta que, totalmente poseída por fervorosos devotos, rompió en miles de gritos que proferían al practicar su sagrado baño matutino. A ojos paganos como los míos era una extraña visión observar a ese anciano desafiar a las frías aguas para seguir el rito de la purificación. ¡Los hay valientes! A parte del espectáculo de los bañistas, el temprano paseo en barca nos dejó ver las primeras cremaciones del día, tan rituales como los baños. Una vez han preparado la pira funeraria con troncos de madera, contra más rica es la familia más alta es la pira, traen el cuerpo del difunto envuelto en telas de mil colores, ¡como no!, lo bajan hasta el río, lo sumergen y lo colocan en su último destino. Rodeado por los familiares y amigos, el sacerdote de turno oficia una ceremonia de lo más extraña donde se dan varias vueltas alrededor del muerto y se cantan canciones de lo más raras. Voces guturales, como de ultratumba, se alzan junto al humo en el que se ha convertido el cuerpo para implorar al dios de turno que se apiade y gratifique la vida pasada del muerto con una reencarnación, a ser posible, más dichosa que la última.

Tras una ligera comida basada en sopa, ensalada y yogurt y tras alegrar el cuerpo con un par de cervezas, Dalip y yo nos despedimos. La alegría sucumbió a la emoción y nos abrazamos como se abrazan dos amigos de verdad, dos seres que han compartido más de una palabra, más de un sentimiento, más de un silencio. Se iba Dalip pero una parte de él seguirá en mi corazón.

El resto del día lo dediqué a pasear, a contemplar. Me perdí por las laberínticas callejuelas de brillos ruidosos y ruidos brillantes. Pasear por Varanasi es como hacer un viaje en el tiempo metiéndote de lleno en el corazón del hinduismo. Músicas religiosas flotan en el aire y figuras de dioses en mil posturas y de mil colores bailan a su son.

Tú te dejas llevar, no sabes a donde vas ni a donde te diriges pero no dejas de andar. Avanzas por un camino borroso. Todo se agolpa en tu cabeza, las imágenes, los colores, los ruidos, los olores, el presente y el pasado pero sigues tú viaje llevado por una espiritualidad difícil de definir. Te encuentras embriagado por el momento. No andas, flotas. No piensas, sueñas. No ves, imaginas…

Me desperté temprano. Alquilé un rickshaw y fui a visitar un templo budista a las afueras de la ciudad. ¿Qué tenía de especial? Pues mucho para mí ya que soy un perezoso seguidor del budismo y allí fue donde Buda dio uno de sus primeros sermones. Caminar descalzo por donde Él lo había hecho. Contemplar en silencio el árbol bajo el cual se cobijó el Maestro. Dejar que tu alma respire la tranquilidad que proporcionan los momentos especiales es toda una bendición divina, provenga del dios que provenga, eso da igual.

Una de las noches asistí a un concierto privado de música hindú. Otro de esos momentos mágicos que han acompañado mi viaje. Fue una hora de mezcla armoniosa de timbales y flautas que no desmereció en absoluto a las mejores orquestas del mundo. Por solo 100 rupias (2€) esa música fue tocada para mí. Me sentí afortunado.

Mi espíritu me convenció de aumentar mi estancia en Varanasi y la suerte hizo que en esos días “extra” se celebrara una festividad por Shiva. Todas las noches se escenificaba una ceremonia a orillas del Ganges, justo al lado del templo del dios en cuestión. La gente llegaba con tiempo para coger un sitio en primera fila y ya desde temprano la música lo invadía todo con su letanía. La gente seguía con sus manos el ritmo, incluso algunos, llevados por un extraño trance, se levantaban y bailaban. Tres sacerdotes con blancas vestiduras hacían extraños movimientos con una especie de candelabro que llevaban en sus manos y, dirigiéndolo a la oscuridad del río, le ofrecían su ceremonia. Movían la luz del candelabro arriba y abajo, a un lado y al otro en un incomprensible gesticular y, de vez en cuando, musitaban un cántico casi inaudible.

Sentado en un rincón del Ghat contemplaba con respeto lo que allí acontecía. Esa extraña espiritualidad de la que tanto he hablado seguía en mis entrañas y notaba como crecía a medida que mis ojos, como fieles vigías de mi alma, seguían la ceremonia sin perder detalle.

Era tarde cuando me retiraba. En la soledad del viajero recorrí las calles hasta, casi sin darme cuenta, encontrarme tumbado en mi cama. El cansancio hizo el resto.

Me puse en pie antes de lo acostumbrado para recibir una clase de meditación. Durante una hora me dediqué a mejorar mis técnicas de respiración y de concentración. Al terminar la clase fui al balcón por donde unos juguetones e inquietos rayos de sol penetraban en mi alcoba. Abrí las puertas y un golpe de aire me hizo cerrar los ojos momentáneamente. Al abrirlos vi un grupo de búfalos bañándose. Había algo a su lado que llamó mi atención. Era algo rojo que flotaba en la orilla. Fijé mejor mi vista y lo que allí había era el cuerpo sin vida de un anciano. Pero, a su derecha, había algo que me dejó aturdido. Eran dos perros que mordisqueaban unos restos de carne. Esa carne era parte de otro cuerpo humano. Cerré de un golpe el balcón y me dije a mi mismo que ya había tenido bastante dosis de espiritualidad por el momento y decidí que esa misma tarde saldría rumbo a Delhi. No quería esperar más.

Empaqueté mis cosas, avisé al hostal de mi partida y salí a dar un paseo. Subí a un rickshaw indicándole al conductor que simplemente me llevara sin rumbo…

Tras un buen rato vagando por la ciudad hice que me trajera de regreso al hostal. No sé porque pero sentía la necesidad de hacer algo diferente y lo hice. En lugar de pagar las 10 rupias acostumbradas le di al viejo y cansado conductor 100 rupias. Me miró extrañado y me dijo que no tenía cambio para tanto dinero. Le dije que no quería el cambio, que todo era para él. Contempló el billete, me miró y sonrió entre incrédulo y agradecido.

Un hindú que debió ver la escena, al pasar por su lado me dijo:

“hoy ha hecho muy feliz a ese hombre”.

Le contesté que simplemente sentía que debía hacerlo. Él me respondió:

“es usted un buen hombre”

Me alejé de allí un tanto confundido, ¿realmente era un buen hombre por el simple hecho de dar el equivalente a 2€ a alguien al que ese dinero le suponía el sueldo de un par de meses? Solo sé que me sentí bien al hacerlo.

Metí mi cansado cuerpo en un último tren que 18 horas más tarde me dejaría en Nueva Delhi. 1 día después cogería el avión de vuelta a casa.

Sólo había una cosa que tenía ganas de hacer en la capital y era visitar la tumba de Mahatma Gandhi.

Esta se encontraba en medio de un enorme parque llamado “Shanti” que en castellano significa “paz”. Y eso era lo que allí se respiraba. Resultaba curioso estar en el centro de Delhi y que mis pies no estuvieran pisando suciedad y sí un cuidado y húmedo césped. Todo el parque era verde, salpicado de pequeños y frondosos árboles que proporcionaban una agradable sombra. Intenté escuchar algún sonido pero sólo se oía el silencio. ¡Y pensar que solo unos cientos de metros más allá el ruido de la circulación era casi insoportable! Siempre he dicho que la India es un país de grandes contrastes pero no pensé que llegara a tanto. Encontrar este hermoso paraíso en medio de una de las capitales más ruidosas y sucias del mundo se me hacía surrealista.

Dejé atrás mis pensamientos y me adentré en los jardines hasta que, en medio de un patio rodeado de una pequeña muralla con arcos, localicé lo que estaba buscando. Me emocioné al ver la tumba. Era grande y rectangular, de mármol oscuro con un lámpara de cristal justo detrás. En las esquinas había pequeños grupos de flores multicolores. Me puse enfrente y desde allí se podía leer el nombre de Gandhi en su idioma. Aun ahora, cuando recuerdo ese momento, la emoción se apodera de mí. Hombres como Gandhi son los que, con sus vidas, han dado más sentido a las nuestras y han hecho que este mundo sea un poco mejor. Estuve un buen rato de pie, silencioso, y como se decía antiguamente, presenté mis respetos a ese gran hombre.

Delhi es una ciudad que sorprende e incluso asusta. Todo es desorden, suciedad, ruido y, sobretodo, contrastes. Es una de las pocas urbes en las que he visto pasar un Ferrari justo al lado de alguien que, quizás, estaba a punto de ser vencido por el hambre. Casas lujosas, de ensueño, se codean con pequeñas y mugrientas casuchas hechas de cualquier cosa, donde, como alimañas, sobrevive toda una familia. Y todo ello en cuatro metros cuadrados. Es triste pero es así y hay que aceptarlo aunque, a veces, sea difícil hacerse el ciego.

A media mañana estaba parado en un semáforo dentro de un rickshaw cuando se me acercaron dos niños. Eran niño y niña. No debían de tener más de siete años. Deduje que eran hermanos por su parecido aunque con la suciedad cubriéndoles por completo deformaba sus rasgos. Sus cuerpos eran un claro ejemplo de desnutrición. Al darse cuenta de que era extranjero, lo que para ellos es sinónimo de dinero, la niña empezó a hacer cabriolas de todo tipo mientras el niño tocaba lo que parecía ser un pequeño timbal. Al acabar el espectáculo el niño abrió su pequeña y flacucha mano y con su mirada me suplicó unas monedas. Cuando llevas un tiempo en la India te das cuenta de que tú no puedes cambiar las cosas con dinero. Aun a tu pesar, cuando te vas, los pobres siguen siendo pobres. Sé que es duro de aceptar y alguno puede llegar a tacharme de insensible pero tenía claro que no iba a dar limosnas a nadie ya que con ello no iba a solucionar sus vidas. De hecho, dos meses en este país ya me habían insensibilizado.

El niño siguió insistiendo y al ver que el dinero no iba a salir de mi bolsillo me dijo en un tosco inglés:

“si no me das nada no podré comer y puede que mañana esté muerto”

Por mucho que se intente es difícil describir lo que se puede sentir en ese momento. Nunca sabré si sus palabras eran proféticas o no y me duele saber que quizás decía la verdad y no solo era una artimaña para sacarme el dinero.

El semáforo se puso en verde y la pareja de mendigos artistas siguió haciéndole cabriolas a la vida, engañando al hambre y esquivando a la muerte o, al menos, eso espero…

Realmente estaba hastiado, cansado, casi derrotado. Necesitaba sentirme otra vez uno más de ese 10% de afortunados que vivimos en este planeta disfrutando de la comodidad que proporciona pertenecer al primer mundo y ser uno más de los que se quejan de que no se han cambiado el coche hace dos años y ser uno más de los que sufre la enfermedad de los indolentes, el estrés. Me hacía gracia pensar que en dos meses que llevaba en la India no había visto ni un solo caso de ansiedad, no tuve ni un paciente con problemas lumbares, cervicales ni nada parecido. Y eso da que pensar.

El altavoz anunció mi vuelo a Londres con escala en Viena. Cogí mis cosas, metí mi pudor en un rincón de la mochila. Escondí en uno de los bolsillos mi conciencia y, como alma en pena, igual que el reo que recorre sus últimos metros en el corredor de la muerte, hice un repaso mental de todo lo que había vivido esos dos últimos meses. Mas de 4ooo Km. en tren, muchos amaneceres y muchos más ocasos, no solo de sol, también del alma.

Subí las escalerillas. La azafata me sonreía desde el interior del avión. Me paré un momento, me di la vuelta y miré por última vez ese paisaje, que aunque oscuro, el poder de mi imaginación lo iluminó todo. Respiré profundamente y olí ese aroma penetrante, dulzón y pegadizo que es a lo que huele la India. Cerré los ojos y mis labios construyeron una sonrisa porque sabía que algún día volvería.

¡Amor para todos!