martes, marzo 07, 2006

CAPITULO 20
CAPITULO 20

Tristemente dejamos atrás el Taj Mahal. Cogimos un tren, otro más hacia un nuevo destino, Varanasi, la ciudad de los muertos. Una de las ciudades más antiguas del Mundo. Dicen que la fundó el dios Shiva y ya en el año 500 a.C. Buda estuvo por allí dando una de sus primeras charlas.
Llegamos al amanecer de un día típico de época del monzón. Lluvioso y gris.


“Hoy se ha levantado el día llorando.

Quizás es porque está triste.

Y la lluvia me está susurrando

que tal vez el amor ya no existe.”

Bajamos del tren y fuimos hacia el hostal que ya habíamos reservado. Llegar a él fue casi una aventura ya que Varanasi es como un laberinto lleno de pequeñas y estrechas callejuelas. El hostal se llamaba “SHIVA GANGES VIEW” y estaba a orillas del río Ganges, el río sagrado de la India. La habitación, comparada a las que había estado antes, era de un lujo total, espaciosa, limpia, con una bonita cama de matrimonio en medio. A la derecha había un pequeño sofá con una vieja mesa de madera delante. A la izquierda de la cama estaba el baño, que no desmerecía en absoluto del resto de la habitación. Delante de la cama dos grandes puertas de madera y cristal daban a un balcón con vistas al Ganges y por donde entraba un torrente de luz. Dejé la mochila en el suelo, me senté en el sofá y sonreí. Empezaba con buen pie. Además, el hostal era regentado por un matrimonio de unos 60 años, amables y siempre prestos a cualquier necesidad de sus huéspedes. Daba gusto estar allí. Tras una ducha quedé con Dalip para comer algo y planear nuestra estancia. Tenía muchas cosas que hacer y ver en Varanasi por lo que en principio iba a estar 3 días para después volver a Delhi y desde allí, de nuevo a la civilización. Pero antes había mucho que hacer, mucho que ver, mucho que sentir, mucho que disfrutar, mucho por vivir.

Dalip tenía ganas de volver a sus orígenes y como descendiente de “Sijs” sentía que debía visitar su ciudad santa el gran “Templo Dorado” para después volver a su Liverpool natal. Así que solo iba a estar una noche en Varanasi. Por un lado me entristecía saber que esa noche iba a ser la última juntos, y sabía que lo iba a echar de menos. Pero por otro lado tenía ganas de disfrutar a solas de esta ciudad, recorrer su misticismo y estar por un tiempo solo de verdad enfrentándome a mis fantasmas en este sitio tan lleno de espiritualidad.

No dejó de llover en todo el día, aun así recorrimos la ciudad e intentamos hacernos un plano mental de la misma ya que, como dije antes, esto era un verdadero laberinto pero sin minotauro.

Un día de los que estaba en el campamento de la Fundación en Anantapur, mi querido Chicho me preguntó si notaba la espiritualidad de la India de la que tanto hablaban los viajeros que de ella venían. Yo le dije que no, que no la sentía y él me respondió que tampoco. Y fue en Varanasi donde sentí por primera vez esa espiritualidad. Era como un extraño calambre que recorría todo mi cuerpo, una sensación difícil de explicar pero que estaba presente en toda la ciudad como si se moviera sigilosamente por el aire arrastrada por el humo que los crematorios elevaban al cielo en forma de plegaria.

Varanasi es especial por muchas razones. Fue fundada por un dios, Buda estuvo allí, está construida junto al sagrado Ganges y es allí donde la mayoría de los hindús desearían morir y es donde muchos de ellos mueren. La mayoría sabréis que en esta ciudad están los crematorios donde son incinerados los seguidores del hinduismo en múltiples piras funerarias. Pero no todos son quemados, hay seis tipos de personas, las mujeres embarazadas, los niños, los ancianos, los leprosos, los que mueren de una enfermedad rara o desconocida y los que han sido mordidos por una cobra. Estos seis grupos de personas, siguiendo la norma de la religión Hindú, se les ata una piedra al cuello y son lanzados al Ganges donde sus sagradas aguas transforman la impureza en pureza, la imperfección en perfección, donde la humana relatividad del cuerpo da paso a la inmortalidad del alma, al eterno silencio.

Eran las 6 de la mañana de otro día gris y triste. Una barca nos esperaba junto al embarcadero del hostal y nos llevó a Dalip y a mí a todo lo largo del río. A medida que el sol asomaba vergonzoso y cauteloso por el horizonte, las oscuras y tranquilas aguas del río fueron convirtiéndose en marrones y bravas. Una fantasmagórica y vacía orilla fue tambaleándose en su silencio hasta que, totalmente poseída por fervorosos devotos, rompió en miles de gritos que proferían al practicar su sagrado baño matutino. A ojos paganos como los míos era una extraña visión observar a ese anciano desafiar a las frías aguas para seguir el rito de la purificación. ¡Los hay valientes! A parte del espectáculo de los bañistas, el temprano paseo en barca nos dejó ver las primeras cremaciones del día, tan rituales como los baños. Una vez han preparado la pira funeraria con troncos de madera, contra más rica es la familia más alta es la pira, traen el cuerpo del difunto envuelto en telas de mil colores, ¡como no!, lo bajan hasta el río, lo sumergen y lo colocan en su último destino. Rodeado por los familiares y amigos, el sacerdote de turno oficia una ceremonia de lo más extraña donde se dan varias vueltas alrededor del muerto y se cantan canciones de lo más raras. Voces guturales, como de ultratumba, se alzan junto al humo en el que se ha convertido el cuerpo para implorar al dios de turno que se apiade y gratifique la vida pasada del muerto con una reencarnación, a ser posible, más dichosa que la última.

Tras una ligera comida basada en sopa, ensalada y yogurt y tras alegrar el cuerpo con un par de cervezas, Dalip y yo nos despedimos. La alegría sucumbió a la emoción y nos abrazamos como se abrazan dos amigos de verdad, dos seres que han compartido más de una palabra, más de un sentimiento, más de un silencio. Se iba Dalip pero una parte de él seguirá en mi corazón.

El resto del día lo dediqué a pasear, a contemplar. Me perdí por las laberínticas callejuelas de brillos ruidosos y ruidos brillantes. Pasear por Varanasi es como hacer un viaje en el tiempo metiéndote de lleno en el corazón del hinduismo. Músicas religiosas flotan en el aire y figuras de dioses en mil posturas y de mil colores bailan a su son.

Tú te dejas llevar, no sabes a donde vas ni a donde te diriges pero no dejas de andar. Avanzas por un camino borroso. Todo se agolpa en tu cabeza, las imágenes, los colores, los ruidos, los olores, el presente y el pasado pero sigues tú viaje llevado por una espiritualidad difícil de definir. Te encuentras embriagado por el momento. No andas, flotas. No piensas, sueñas. No ves, imaginas…

Me desperté temprano. Alquilé un rickshaw y fui a visitar un templo budista a las afueras de la ciudad. ¿Qué tenía de especial? Pues mucho para mí ya que soy un perezoso seguidor del budismo y allí fue donde Buda dio uno de sus primeros sermones. Caminar descalzo por donde Él lo había hecho. Contemplar en silencio el árbol bajo el cual se cobijó el Maestro. Dejar que tu alma respire la tranquilidad que proporcionan los momentos especiales es toda una bendición divina, provenga del dios que provenga, eso da igual.

Una de las noches asistí a un concierto privado de música hindú. Otro de esos momentos mágicos que han acompañado mi viaje. Fue una hora de mezcla armoniosa de timbales y flautas que no desmereció en absoluto a las mejores orquestas del mundo. Por solo 100 rupias (2€) esa música fue tocada para mí. Me sentí afortunado.

Mi espíritu me convenció de aumentar mi estancia en Varanasi y la suerte hizo que en esos días “extra” se celebrara una festividad por Shiva. Todas las noches se escenificaba una ceremonia a orillas del Ganges, justo al lado del templo del dios en cuestión. La gente llegaba con tiempo para coger un sitio en primera fila y ya desde temprano la música lo invadía todo con su letanía. La gente seguía con sus manos el ritmo, incluso algunos, llevados por un extraño trance, se levantaban y bailaban. Tres sacerdotes con blancas vestiduras hacían extraños movimientos con una especie de candelabro que llevaban en sus manos y, dirigiéndolo a la oscuridad del río, le ofrecían su ceremonia. Movían la luz del candelabro arriba y abajo, a un lado y al otro en un incomprensible gesticular y, de vez en cuando, musitaban un cántico casi inaudible.

Sentado en un rincón del Ghat contemplaba con respeto lo que allí acontecía. Esa extraña espiritualidad de la que tanto he hablado seguía en mis entrañas y notaba como crecía a medida que mis ojos, como fieles vigías de mi alma, seguían la ceremonia sin perder detalle.

Era tarde cuando me retiraba. En la soledad del viajero recorrí las calles hasta, casi sin darme cuenta, encontrarme tumbado en mi cama. El cansancio hizo el resto.

Me puse en pie antes de lo acostumbrado para recibir una clase de meditación. Durante una hora me dediqué a mejorar mis técnicas de respiración y de concentración. Al terminar la clase fui al balcón por donde unos juguetones e inquietos rayos de sol penetraban en mi alcoba. Abrí las puertas y un golpe de aire me hizo cerrar los ojos momentáneamente. Al abrirlos vi un grupo de búfalos bañándose. Había algo a su lado que llamó mi atención. Era algo rojo que flotaba en la orilla. Fijé mejor mi vista y lo que allí había era el cuerpo sin vida de un anciano. Pero, a su derecha, había algo que me dejó aturdido. Eran dos perros que mordisqueaban unos restos de carne. Esa carne era parte de otro cuerpo humano. Cerré de un golpe el balcón y me dije a mi mismo que ya había tenido bastante dosis de espiritualidad por el momento y decidí que esa misma tarde saldría rumbo a Delhi. No quería esperar más.

Empaqueté mis cosas, avisé al hostal de mi partida y salí a dar un paseo. Subí a un rickshaw indicándole al conductor que simplemente me llevara sin rumbo…

Tras un buen rato vagando por la ciudad hice que me trajera de regreso al hostal. No sé porque pero sentía la necesidad de hacer algo diferente y lo hice. En lugar de pagar las 10 rupias acostumbradas le di al viejo y cansado conductor 100 rupias. Me miró extrañado y me dijo que no tenía cambio para tanto dinero. Le dije que no quería el cambio, que todo era para él. Contempló el billete, me miró y sonrió entre incrédulo y agradecido.

Un hindú que debió ver la escena, al pasar por su lado me dijo:

“hoy ha hecho muy feliz a ese hombre”.

Le contesté que simplemente sentía que debía hacerlo. Él me respondió:

“es usted un buen hombre”

Me alejé de allí un tanto confundido, ¿realmente era un buen hombre por el simple hecho de dar el equivalente a 2€ a alguien al que ese dinero le suponía el sueldo de un par de meses? Solo sé que me sentí bien al hacerlo.

Metí mi cansado cuerpo en un último tren que 18 horas más tarde me dejaría en Nueva Delhi. 1 día después cogería el avión de vuelta a casa.

Sólo había una cosa que tenía ganas de hacer en la capital y era visitar la tumba de Mahatma Gandhi.

Esta se encontraba en medio de un enorme parque llamado “Shanti” que en castellano significa “paz”. Y eso era lo que allí se respiraba. Resultaba curioso estar en el centro de Delhi y que mis pies no estuvieran pisando suciedad y sí un cuidado y húmedo césped. Todo el parque era verde, salpicado de pequeños y frondosos árboles que proporcionaban una agradable sombra. Intenté escuchar algún sonido pero sólo se oía el silencio. ¡Y pensar que solo unos cientos de metros más allá el ruido de la circulación era casi insoportable! Siempre he dicho que la India es un país de grandes contrastes pero no pensé que llegara a tanto. Encontrar este hermoso paraíso en medio de una de las capitales más ruidosas y sucias del mundo se me hacía surrealista.

Dejé atrás mis pensamientos y me adentré en los jardines hasta que, en medio de un patio rodeado de una pequeña muralla con arcos, localicé lo que estaba buscando. Me emocioné al ver la tumba. Era grande y rectangular, de mármol oscuro con un lámpara de cristal justo detrás. En las esquinas había pequeños grupos de flores multicolores. Me puse enfrente y desde allí se podía leer el nombre de Gandhi en su idioma. Aun ahora, cuando recuerdo ese momento, la emoción se apodera de mí. Hombres como Gandhi son los que, con sus vidas, han dado más sentido a las nuestras y han hecho que este mundo sea un poco mejor. Estuve un buen rato de pie, silencioso, y como se decía antiguamente, presenté mis respetos a ese gran hombre.

Delhi es una ciudad que sorprende e incluso asusta. Todo es desorden, suciedad, ruido y, sobretodo, contrastes. Es una de las pocas urbes en las que he visto pasar un Ferrari justo al lado de alguien que, quizás, estaba a punto de ser vencido por el hambre. Casas lujosas, de ensueño, se codean con pequeñas y mugrientas casuchas hechas de cualquier cosa, donde, como alimañas, sobrevive toda una familia. Y todo ello en cuatro metros cuadrados. Es triste pero es así y hay que aceptarlo aunque, a veces, sea difícil hacerse el ciego.

A media mañana estaba parado en un semáforo dentro de un rickshaw cuando se me acercaron dos niños. Eran niño y niña. No debían de tener más de siete años. Deduje que eran hermanos por su parecido aunque con la suciedad cubriéndoles por completo deformaba sus rasgos. Sus cuerpos eran un claro ejemplo de desnutrición. Al darse cuenta de que era extranjero, lo que para ellos es sinónimo de dinero, la niña empezó a hacer cabriolas de todo tipo mientras el niño tocaba lo que parecía ser un pequeño timbal. Al acabar el espectáculo el niño abrió su pequeña y flacucha mano y con su mirada me suplicó unas monedas. Cuando llevas un tiempo en la India te das cuenta de que tú no puedes cambiar las cosas con dinero. Aun a tu pesar, cuando te vas, los pobres siguen siendo pobres. Sé que es duro de aceptar y alguno puede llegar a tacharme de insensible pero tenía claro que no iba a dar limosnas a nadie ya que con ello no iba a solucionar sus vidas. De hecho, dos meses en este país ya me habían insensibilizado.

El niño siguió insistiendo y al ver que el dinero no iba a salir de mi bolsillo me dijo en un tosco inglés:

“si no me das nada no podré comer y puede que mañana esté muerto”

Por mucho que se intente es difícil describir lo que se puede sentir en ese momento. Nunca sabré si sus palabras eran proféticas o no y me duele saber que quizás decía la verdad y no solo era una artimaña para sacarme el dinero.

El semáforo se puso en verde y la pareja de mendigos artistas siguió haciéndole cabriolas a la vida, engañando al hambre y esquivando a la muerte o, al menos, eso espero…

Realmente estaba hastiado, cansado, casi derrotado. Necesitaba sentirme otra vez uno más de ese 10% de afortunados que vivimos en este planeta disfrutando de la comodidad que proporciona pertenecer al primer mundo y ser uno más de los que se quejan de que no se han cambiado el coche hace dos años y ser uno más de los que sufre la enfermedad de los indolentes, el estrés. Me hacía gracia pensar que en dos meses que llevaba en la India no había visto ni un solo caso de ansiedad, no tuve ni un paciente con problemas lumbares, cervicales ni nada parecido. Y eso da que pensar.

El altavoz anunció mi vuelo a Londres con escala en Viena. Cogí mis cosas, metí mi pudor en un rincón de la mochila. Escondí en uno de los bolsillos mi conciencia y, como alma en pena, igual que el reo que recorre sus últimos metros en el corredor de la muerte, hice un repaso mental de todo lo que había vivido esos dos últimos meses. Mas de 4ooo Km. en tren, muchos amaneceres y muchos más ocasos, no solo de sol, también del alma.

Subí las escalerillas. La azafata me sonreía desde el interior del avión. Me paré un momento, me di la vuelta y miré por última vez ese paisaje, que aunque oscuro, el poder de mi imaginación lo iluminó todo. Respiré profundamente y olí ese aroma penetrante, dulzón y pegadizo que es a lo que huele la India. Cerré los ojos y mis labios construyeron una sonrisa porque sabía que algún día volvería.

¡Amor para todos!


martes, diciembre 20, 2005

(Capitulo 19)


CAPÍTULO 19

Llegamos a Jaisalmer a las 5 de la mañana y la ciudad ya era un hervidero de gente. Parecía mentira pero incluso a esas horas ya había actividad. Los pequeños tenderetes callejeros se iban abriendo uno detrás de otro como llevados por un efecto dominó. Para mí que la India nunca duerme.
Desde Jaipur ya habíamos reservado un hostal y un Rickshaw nos esperaba a la salida de la estación.
La habitación era bastante cutre. La cama aunque grande era sucia y mugrienta. El suelo estaba cubierto por una especie de alfombra de un color que el tiempo y el uso habían convertido de un posible rojo a un extraño morado. Del baño ni hablo. De todas maneras sólo costaba 4€.
Me aseé y me dispuse a tomar el desayuno junto a Dalip, nada del otro mundo, unos huevos revueltos, un zumo de naranja natural y un café bien cargado. Mientras llenábamos nuestro cuerpo de energía hicimos el plan del día. Primero visitaríamos el Palacio Real, luego el Palacio sumergido y finalmente nos perderíamos por el bazar de la ciudad.
Pensábamos estar tres noches en Jaisalmer pero a lo largo del día nos dimos cuenta que no sería necesario y que al día siguiente podríamos partir hacia Agra y disfrutar más tiempo del Taj Mahal.
El Palacio Real era enorme y bonito como suelen ser las cosas que hacen los ricos. El Palacio sumergido, pues eso, en medio de un lago lo que le daba un encanto especial aun a sabiendas de que estaba allí, no por un efecto estético, sino que era para que las concubinas no escaparan de él y, a la vez, hacerlo inaccesible a cualquiera hombre que llevado por sus instintos carnales o por un amor impetuoso intentara llegar a él.
Hacia el atardecer nos dirigimos al bazar y una vez allí entramos en un viejo edificio donde confeccionaban alfombras y demás artesanía. Compré, atraído por su belleza, dos alfombras de unos sesenta años de antigüedad aunque no sé donde las pondré ya que con lo que viajo he llegado a la conclusión de que mi casa es el Mundo entero y eso es demasiado suelo para cubrir con dos alfombras.
Siempre recordaré Jaisalmer y no será por sus palacios o sus paisajes sino porque allí, contemplando el atardecer y escondido tras una botella de cerveza, tomé una decisión con respecto a mi vida. Hacía tiempo que pensaba en ello pero fue precisamente allí donde al final me decidí. La India me estaba haciendo sentir cosas que nunca antes había sentido y todas las emociones, todos los sentimientos se multiplicaban por mil. Mi corazón era zarandeado de un lado al otro como una hoja empujada por el viento del otoño y mi vida era como una estrella fugaz recorriendo un incomprensible y elíptico camino. Así andaba yo por la India y quería que aquello fuera un punto de inflexión, que al volver a mi mundo empezara una nueva vida y para eso debía borrar a alguien de mi presente, que no de mi pasado, y eso es lo que decidí ese día. Una vez mi corazón salió volando detrás de una quimera, persiguiendo un amor imposible o incomprendido y la única manera de que regresara a mí era no volviendo a saber nada de ese “alguien” por muy doloroso que me fuera. ¿Por qué ya nadie quiere amar y ser amado? ¿Por qué valoramos más un “yo” que un “nosotros”? ¿Por qué la gente quiere estar sola en vez de compartir sus ilusiones y sus temores con alguien al que se ama o se supone que se ama? Quizás este tiempo en el que vivo no es el mió y debería volver atrás, a la época en la que amar era sencillo y no estaba mal visto, donde el amor era más importante que una brillante carrera profesional, donde querer era un verbo común y la gente no lo utilizaba a la ligera, donde el decir “te quiero” significaba algo más de lo que significa ahora, donde…
El resto del día lo dedicamos a contratar un taxi que nos transportara hasta Agra. Tras mucho discutir y regatear conseguimos que nos llevaran por 40€ pasando por un parque ornitológico que quedaba por el camino y valía la pena ver.
Nos levantamos temprano. El taxi nos esperaba a la hora convenida y sin más dilaciones nos dirigimos al parque de Keoladeo-Ghana donde disfrutamos de la belleza gratuita y casi desconocida que la naturaleza nos ofrece y que en nuestro primer mundo casi hemos olvidamos que existe. Aun rodeado de tanto que ver y sentir mi mente estaba en el Taj Mahal. Era tanto el tiempo que había soñado con él que no podía centrarme en el presente.
Llegamos a Agra ya de noche y el hostal que escogimos estaba justo al lado de la puerta Este del Taj. No podía creerlo, estaba a su lado, casi lo podía tocar pero aun no podía entrar en él.
Tenía pensado estar unos tres días allí y quería tomármelo con calma. Quería saborear cada segundo previo al encuentro entre este convencido romántico que soy yo y el mayor monumento al amor que es el Taj Mahal.
Al día siguiente Dalip y yo fuimos a visitar la fortaleza de Agra, una construcción inmensa protegida por enormes murallas rojizas y rodeada por un pequeño riachuelo. La parte que daba al río se encontraba enfrente del Taj Mahal. Lo contemplaba desde la distancia consciente de que faltaba poco para que mis desnudos pies pasearan por su cálido mármol.
Caminaba por las angostas calles repletas de vendedores, turistas, vacas y demás elementos decorativos de la India pero yo ni los veía. Iba absorto en mis pensamientos y como si una fina tela hubiera cubierto mis ojos todo a mí en derredor se me hacía borroso y lejano. Mi mente estaba en el Taj Mahal y a cada paso que daba a cada latido de mi corazón era más consciente de que el momento se acercaba. Para mí este era el monumento por excelencia y no quería que la ansiedad y las ganas por verlo, por poseerlo me hicieran precipitar. Ya sabéis lo que pasa cuando deseas ver algo, vas corriendo a verlo y cuando te has dado cuenta el mágico momento ha pasado y ni enterarte. No quería que me pasara a mí y por eso me lo tomaba con calma, mucha calma. Deambulaba por sus alrededores oliendo su belleza, sabedor de que al día siguiente iba a estar viendo amanecer desde su interior, desde lo más profundo de su corazón.
Nos levantamos a las 5:30 de la mañana y preparé mis cosas. Siempre soñé que lo contemplaría junto a una buena botella de vino, escuchando ópera y cogido de la mano de alguien muy especial. Esto último iba a ser, por desgracia, imposible pero la botella la llevaba conmigo desde España y la ópera iba en mi inseparable MP3 ¡viva la tecnología!
Tras pagar 750 rupias me encontré con que no podía entrar mi música ya que estaba prohibido por “razones de seguridad”. ¡Maldita sea! Daba igual ya encontraría la manera de cumplir mi sueño, lo primero era el amanecer y, por suerte, el vino lo había camuflado en una botella de coca-cola. Buena ocurrencia. Antes de entrar puse a Dalip al corriente de lo que ese momento significaba para mí y que entendería si él prefería hacer otra cosa en vez de seguirme como el que sigue a un autista. Lo comprendió y como una sombra me siguió todo el día sin protestar, sin decir “esta boca es mía”. ¡Gracias Dalip!
Mi corazón iba más rápido que mis piernas. Tac, tac, tac, palpitaba a toda pastilla. Llegué al final de una pequeña avenida y al girar a la derecha surgió, de repente, con su blanco mármol, desnudo, desprovisto de pecado, lleno de amor. Me quedé paralizado y tuve que hacer un esfuerzo para seguir avanzando. La cúpula central apuntaba hacia el cielo insultándolo con su belleza. El sol empezaba a salir por mi derecha golpeándolo todo con su desfachatez, pintando un cuadro de ensueño con su brillo anaranjado, dando vida a algo que durante toda mi vida había esperado ver. Me descalcé, pisé con cuidado la mágica alfombra de mármol que todo lo cubría, cerré los ojos y abrí mi alma. Pasados unos segundos me senté mirándole directamente a la cara, desafiándole con mi empequeñecido corazón intentando cabrearlo para que me escupiera toda la felicidad de la que estaba hecho, para que me vomitara todo el amor con el que había sido creado. Yo también quería todo eso.
Bebí un sorbo largo de vino y empecé a escribir en mi diario. Mi pluma deliraba e impregnaba las hojas de sentimiento, mis sentimientos. Los trazos surgían de mi corazón e iban directamente al papel. Otro sorbo de vino y el control sobre lo que escribía fue desapareciendo y me dejé llevar…
Todo a mi alrededor estaba cubierto por una invisible nube de la que caían pequeñas gotas de amor y, al tocarlas, me veía capaz de enamorarme de cada mujer que por allí pasaba, de hecho estaba enamorado de todas ellas. Daba igual que fueran altas o bajas, gordas o delgadas, todas ellas estaban envueltas por un aura especial y yo me di cuenta de que no había mayor monumento al amor en este mundo que la mujer. Sé que más de uno reirá y dirá: ¡pero será cursi! Pero ese pobre diablo todavía no se ha dado cuenta de que sin la mujer no existiría el amor.
Tras una hora de ensoñación el hambre me hizo ver que seguía siendo humano y que el amor no alimenta, así que decidí ir a almorzar y ver como podía solucionar lo de la música.
Siempre se ha dicho que con el estomago lleno se piensa mejor y así fue. Alguien me había hablado de que los pobres, debido a lo cara que es la entrada, iban a un sitio justo al lado del río donde se contemplaba perfectamente el Taj Mahal. Así que cogí mis bártulos y me dirigí a ese lugar. Dalip, mi sombra, me seguía sin rechistar como un espectador mudo de un espectáculo sin sentido o quizás todo lo que ese día hice también tuvo sentido para él, algún día se lo preguntaré. Al llegar al río contemplé el paisaje que delante de mi había y me di cuenta de qué pobres son los ricos que pagan y que ricos son lo pobres que ven el Taj Mahal desde allí. Me acomodé en una pequeña plataforma justo al lado de una casa de pescadores. A mi derecha transcurría el río silencioso, como si no quisiera molestar, respetando el momento. Y allí estaba él, otra vez delante de mí con todo su esplendor recortándose en el horizonte, elevándose por encima de este mundo materialista. Era como un enorme anuncio que decía: “a los que no creáis en el amor mirarme, contemplarme, rendiros ante mi evidencia, dejaros llevar por mi consejo y tener la certeza de que el AMOR existe”
Coloqué los altavoces, afilé de nuevo mi pluma y allí pase las 5 horas siguientes. Escribía sin parar llevado por mi corazón y espoleado por el vino. Una palabra seguía a la otra, todas diferentes pero todas hablaban de amor. Fue un momento especial en el que la ópera animaba mis sentimientos y los hacía fluir por doquier. Mimí le cantaba al amor de Rodolfo en la Boheme mientras que Madama Butterfly lloraba cantando por el amor no correspondido de un maldito capitán americano que le dijo “te quiero” cuando no lo sentía. El vino iba haciendo bien su trabajo y junto al color de la tarde aumentaban la belleza del Taj Mahal.
Os voy a poner un pequeño pasaje de lo que ese día escribí. Sólo os pido que disfrutéis de estas palabras al igual que disfruté yo al escribirlas. Que sepáis que no me avergüenzo de ni una sola de las palabras que vais a leer porque vergüenza no es una palabra que esté en mi diccionario. Vergüenza solo la sienten los que se arrepienten de algo, yo no me arrepiento de nada y menos de haber amado:
Taj Mahal entre la 1 y las 6 de la tarde del 13 de septiembre del 2005.
“A todos aquellos que amáis o habéis amado, venir aquí, sentaos a la orilla del río, poner la música que más os guste, traeros la mejor botella de vino que tengáis y disfrutar durante horas de este momento y si sois afortunados, si la vida os ha sonreído, si Cupido os a herido con sus flechas, disfrutar de este momento con vuestra pareja, entrelazar vuestras manos, juraros amor eterno y dejaros llevar por los sentimientos. Y si alguna vez pasáis un mal momento, recordar que una vez estuvisteis aquí y que una vez estuvisteis enamorados. Luchar por vuestro amor, darlo todo por él y no dejéis que nada lo destruya. Dejaros de chorradas y mantener ese fuego vivo. El amor es algo que tiene que cuidarse cada día. No basta con decir “te quiero” hay que demostrarlo. El fuego si no lo avivas se apaga. Más de uno diría: “pero si hay un montón de mujeres en el mundo”, o más de una diría: “pero si hombres hay a patadas y yo soy tan guapa que puedo tener al que quiera”. Que triste me resulta oír eso. El amor aparece muy pocas veces y si tú, seas quien seas, eres el afortunado, cógelo y no lo dejes escapar y cuídalo como si de tu vida se tratara, hasta el final.
Y ahora sé que el sol sale para ver el Taj Mahal y que, más tarde, deja su sitio a la luna porque ella también ama y también quiere contemplarlo.”
Durante ese día tan especial para mí también escribí un poema. Me puse en la piel de ese sultán que había perdido a la mujer que amaba y no me costó ya que yo también perdí una vez lo que más quería. Solo ver el Taj Mahal ya te inspira pero si conoces su historia esa inspiración te supera. Taj Mahal significa lágrima de princesa y fue un sultán allá por el siglo 14 el que al morir su esposa, el amor de su vida, casi se volvió loco y concibió este monumento de mármol para que al contemplarlo cada día le recordara a ella. No seáis muy duros con la crítica de este humilde poema y que los Lope de Vega, Machado, Lorca y demás poetas perdonen mi osadía.
TAJ MAHAL
(LÁGRIMA DE PRINCESA)
Cautivo estoy en un desierto,
llorando, inmerso en mi dolor.
Ya no estás pero aun te siento,
todo lo que me queda es tu amor.
¡Oh princesa de mis desdichas!
¡Oh guardián de mi corazón!
Ya te fuiste y me dejaste
y por ti perdí la razón.
Ahora sueño en la mañana
contemplando una ilusión.
De tu cuerpo hiciste mármol
para librarme de esta prisión.
Agra, 13 se septiembre del 2005.
¡Amor para todos!

miércoles, noviembre 30, 2005

(Capitulo 18)


CAPÍTULO 18

Ya hacía un día que todos se habían ido y yo me quedé sólo. Tenía ganas de disfrutar por un tiempo de la soledad, gozar del paisaje y dedicar más tiempo a escribir; le estaba pillando el gusto y cada vez lo necesitaba más. Escribir ha sido una terapia, siempre lo ha sido pero es la primera vez que enseño lo que escribo y es una sensación rara. Pero volviendo a Kerala, el último día el sol quiso hacerme compañía y salió, brilló y yo… me quemé. Se que soy un inconsciente pero es que hacía tanto tiempo que no lo veía allí en lo alto reinando e iluminando nuestras vidas y como Leo que soy necesito el sol como el aire que respiro aunque esta vez me pasé. Por la tarde cuando iba a coger mi vuelo a Delhi hasta la camisa me hacía daño. Era rozar mi cuerpo con algo y saltaba del dolor. Las cinco horas de vuelo las pasé como pude, no hacía más que embadurnar mi cuerpo de crema hidratante pero ni aun así.

El avión se posó suavemente en la pista del aeropuerto Indira Gandhi. Era un aterrizaje más de tantos que llevo a mis espaldas; el avión es como mi segunda casa por no decir que la primera son los aeropuertos.

Al llegar llamé a Dalip ya que me había invitado a pasar la noche en casa de su hermana que está casada con un indio y ya lleva cinco años en Delhi. Por un lado me daba palo ir a casa de alguien que no conocía, pero por otro lado tenía la curiosidad de ver como vivían en la capital, compartir sus costumbres, meterme un poco en sus vidas. Así que cogí un taxi y en su casa me planté. La experiencia valió la pena. Me trataron a cuerpo de rey. No me habían traído un plato de comida que inmediatamente le seguía otro y otro y otro. Si decía que no podía más el cuñado de Dalip respondía: “tu come que sino mi mujer se disgustará, ella está encantada de cocinar para ti”. Y yo comí y comí, por primera vez pude decir que la comida india estaba buena. Que diferencia entre lo que probé en Anantapur y esto.

Pasé la noche de aquella manera puesto que mis quemaduras iban a más y eso que no paraba de hidratar mi piel. La noche dio paso al día y empecé a pensar en el siguiente tren que iba a coger esa misma tarde hacia Jaipur. Otras 16 horas de viaje.

Dalip, que seguía sin saber muy bien que hacer, debió pensar que mi plan no estaba mal y decidió seguir conmigo hasta Varanasi 8 días más tarde.

Me despedí de la familia de Dalip y les agradecí de corazón todo lo que habían hecho por mí. Da gusto encontrar gente así por el Mundo. Después de eso hasta pienso que la humanidad tiene salvación con personas así.

El viaje junto a Dalip se me hizo más ameno. Un rato charlábamos, otro me ponía a escribir inspirado por la música, mi verdadera musa y por suerte las quemaduras iban dejando de molestar.

Al día siguiente, unas pocas horas antes de llegar a destino, nuestro vagón empezó a llenarse de gente que hacía propaganda de los diferentes hostales de Jaipur. Debían haber subido al tren en la penúltima estación y, supongo, irían a comisión en función de los extranjeros que pudieran captar y llevar a sus negocios.

Dalip y yo dimos esquinazo a casi todos pero hubo uno que nos pareció más sincero que el resto y nos gustó el precio de la habitación además nos ofrecía la posibilidad de prepararnos una excursión por el desierto que era lo que realmente me había llevado a esta ciudad.

Al llegar a Jaipur ya nos esperaba un coche para trasladarnos al hostal. Una vez allí nos duchamos, que falta nos hacía y acabamos de concretar la excursión. Como solo íbamos a estar 24 horas decidimos salir esa misma tarde hacia el desierto, ver la puesta de sol, dormir al descubierto encima de una duna y ver amanecer. ¿Verdad que suena bien?

La parte del desierto a la que nos dirigimos está en la frontera con Pakistán y es un parque nacional del gobierno indio.

A unos 40 Km. de la ciudad nos estaban esperando el guía y nuestros camellos. Subimos a nuestros simpáticos y malolientes transportes y empezamos a avanzar siguiendo el dorado rastro que el sol dejaba tras de si adentrándonos en un paisaje inhóspito haciéndonos olvidar por completo la civilización. Poco a poco iban apareciendo las dunas en el camino hasta que después de una hora de tormentoso traqueteo llegamos a nuestro destino. Si alguno habéis estado en el desierto entenderéis lo que se siente al contemplarlo. Hace mucho tiempo estuve una vez en el Sahara y me impresionó pero me quedé con las ganas de perderme en él y pasar la noche al raso y eso es lo que me proponía hacer esta vez.

El sol se estaba poniendo en el horizonte y las dunas aparecían sinuosas unas detrás de las otras formando un lecho discontinuo de suave y brillante arena. El color del atardecer era fabuloso, el cielo desprendía un brillo anaranjado que se reflejaba en la arena y como pequeños diamantes multiplicaban la luz haciendo que el desierto resplandeciera como un hermoso lago de aguas tranquilas bajo el sol del verano y todo ello envuelto de un azul crepuscular que el horizonte pintarrajeaba alrededor del astro rey. A medida que el sol descendía cansinamente el color naranja de sus largos tentáculos se hacía cada vez más tenue pero sin perder su encanto, es más, ese encanto aumentaba a medida que el desierto engullía cariñosamente la enorme bola de fuego hasta digerirla por completo. Yo me había descalzado para sentir como mis cansados pies eran deliciosamente acariciados por esos minúsculos granitos de arena. Cogí una cerveza y me senté en primera fila mirando directamente al horizonte sin perder un solo detalle de todo aquel espectáculo que la naturaleza me estaba ofreciendo. No osaba parpadear, no quería que un solo detalle escapara a mi vista, que todo lo que estaba contemplando se quedara en mi memoria de una manera indeleble, como si un antiguo escriba egipcio grabara con su viejo y experto cincel ese hermoso momento junto a mis recuerdos para que no pudiera ser olvidado jamás.

Una vez la luna ocupo su lugar en el reino de la noche hice lo que muchas veces había soñado hacer, subí a la duna más alta, coloqué mis altavoces y los hice sonar. Las estrellas fueron colocándose en su sitio preestablecido desde tiempos inmemoriales pero esta vez lo hicieron al son de mi música. El oscuro silencio de la noche fue sustituido por la batuta de mi querido Manuel de Falla y su “Noche en los jardines de España” sonó mientras que yo, tumbado en mi colchón de arena, sonreía satisfecho y me sentía un privilegiado. Mi ensimismamiento era total y ni por un momento imaginé lo que se nos avecinaba ya que nada hacía presagiar que el tiempo fuera a cambiar tan radicalmente.

El guía puso un plástico en el suelo a modo de cama y nos colocamos uno al lado del otro en nuestros sacos de dormir. Estaba tumbado en el desierto a punto de cerrar mis ojos y el único manto que me protegía era el cielo estrellado que contemplé hasta que la realidad se confundió con un sueño.

Debía ser la una de la madrugada cuando empecé a notar como unas pequeñas gotas de agua golpeaban mi cara. Pensé que era una pesadilla pasajera hasta que las gotas se hicieron más numerosas e insistentes y me desperté sobresaltado. Realmente estaba lloviendo. No daba crédito a mis ojos. ¡Por Dios, si estaba en el desierto! La lluvia arreciaba y no teníamos donde cobijarnos. La sensación que tienes cuando empiezas a mojarte con la ropa puesta es odiosa. Yo miraba al guía esperando que dijera algo que nos sacara de semejante situación. Pero la lluvia siguió cayendo cada vez con más fuerza y yo metido en mi saco intentaba inútilmente protegerme del agua. Al rato estábamos los tres completamente empapados. Intentamos cubrirnos con el plástico que nos hacía de cama pero también fue inútil ya que el agua se colaba por sus múltiples agujeros. No podíamos hacer nada. Nos apretujamos los tres y yo me acurruqué alrededor de mi mochila ya que dentro tenía mi equipo de música y mi nueva cámara y no quería que se estropearan. No me apetecía tener que comprar otra cámara de fotos. Con el tiempo llegué a odiar el sonido de las gotas de lluvia golpeando el inútil plástico que tan inútilmente nos cubría. Plas, plas, plas iban cayendo convirtiéndose en una molesta banda sonora. Cuando parecía que la cosa amainaba, plas, plas, plas tatareaba la lluvia con más fuerza. Finalmente nos quitamos el plástico de encima y los tres empezamos a reír a carcajada limpia.

Sabía que era un momento que en el futuro cuando lo recordara reiría aunque entonces no me hizo ninguna gracia. Y allí estábamos los tres en medio de la nada durmiendo sobre una duna, calados hasta los huesos y sin un sitio donde poder guarecernos. Aunque estaba preocupado por mis pertenencias lo que estaba viviendo me pareció especial.

Por fin a las cuatro de la mañana el diluvio cesó en su empeño y aun mojados como estábamos nos dormimos un par de horas justo el tiempo que la lluvia nos dio de tregua ya que a las seis volvió con más furia y ganas que antes. Ya no podíamos más así que cogimos lo poco que teníamos y empezamos a caminar sin rumbo fijo. Al rato divisamos una pequeña choza que nos pareció el mejor hotel del Mundo. En silencio dimos las gracias a quien quiera que la construyera. Era un pequeño habitáculo hecho de arbustos y hojas pero suficiente como para protegernos de las inclemencias del tiempo. Finalmente la lluvia se deshizo en miles de minúsculas gotas de agua y desapareció absorbida por el sediento suelo desértico que buena falta le hacia y como agradecido, el desierto dibujó un espléndido arco iris en el horizonte indicándonos el camino que debíamos seguir de vuelta a casa.

Llegamos al hotel con los ojos rojos por el sueño y las ropas andrajosas y sucias por el agua y el barro. Nos duchamos, nos pusimos ropas limpias y como teníamos un par de horas hasta la salida del tren nos fuimos a visitar la ciudad. Jaipur es pequeña pero coqueta ya que se encuentra en lo alto de una colina y está rodeada por una enorme y majestuosa muralla de color rojizo. Sus calles son estrechas y tortuosas pero llenas de pequeñas tiendas donde venden todo tipo de artesanía sobre todo cosas hechas con piel de camello. Para redondear la mala suerte de la noche anterior, mientras caminaba distraídamente por las callejuelas de la ciudad, noté como mi pie derecho quedaba literalmente sumergido en un “algo” viscoso y maloliente. No quise mirar al suelo pero la sonora carcajada de Dalip confirmó mis sospechas, no era un charco de barro lo que había pisado, era una enorme mierda de vaca. Como las maldije. Serían todo lo sagradas que tu quisieras pero eran unas guarras. ¿Por qué narices no hacían como los gatos y descargaban sus enormes y rubicundos culos en una cajita con arena? ¡Malditas sean! Pero al tranquilizarme vi la situación de otra manera. Siempre pienso que cuando te pasa algo malo puedes sacar una lección positiva y lo positivo de este caso es que peor ya no podía ir. Me había llovido en el desierto, estaba sin dormir y había pisado una enorme y pestilente mierda de vaca así que de perdidos al río, cogimos nuestras cosas y subimos a un nuevo tren con destino Jaisalmer.

¡Amor para todos!

martes, noviembre 22, 2005

(Capitulo 17)

CAPÍTULO 17

Casi no pude pegar ojo y nunca mejor dicho puesto que el izquierdo seguía doliéndome. Estaba nervioso. La lluvia golpeó con furia mi tejado y lo hizo durante toda la noche. Me dormía y me volvía a despertar. Estaba intranquilo, me preocupaba mi ojo y aunque imaginaba lo que era y había empezado a medicarme no las tenía todas conmigo. Hubo momentos en los que llegué a decirme a mi mismo: “no seas tonto y quédate en el campamento hasta el día que vuelvas a Londres que aquí al menos sabes que si te pasa algo el personal sanitario es español” Pero como mi vida siempre ha sido una lucha y luchar es algo que me motiva mandé mis temores a freír espárragos y a las 5 me levanté, me duché, cogí mis bártulos y me fui a la estación. Llegué con suficiente tiempo como para ser acribillado por los malditos mosquitos que aunque no los he nombrado antes son la pesadilla en estas latitudes.
Antes de seguir con mi relato os explicaré cual iba a ser mi plan para el resto de mi estancia en la India. Primero este tren me llevaría desde Anantapur hasta la costa suroeste de la India, concretamente a Fort Kochin en el estado de Kerala. Diciéndolo parece que estaba allí mismo pero lamentablemente no era así. De mi primer destino me separaban casi 900 Km. y 18 horas de tren. ¡18 horas de tren! Suerte que iba preparado con mi música y mi diario para afrontar ese reto. Mi idea era estar una semana por la costa donde están las playas más bonitas de la India. Tras dejar que mi cuerpo y mi alma reposaran entre arena y rayos de sol, cogería un avión que me llevaría a la capital de La India, Delhi a unos 4000 km. al norte. Allí estaría un día y subiría a otro tren hacia Jaipur en el noroeste, cerca de Pakistán donde el desierto hace de frontera natural entre estos dos países “tan amigos”. Desde allí atravesaría todo el norte de La India desde oeste a este pasando por Jaisalmer, Agra (Taj Mahal) y finalmente Varanasi, la ciudad de los muertos. Tras todo eso volvería a Delhi y subiría a otro avión de vuelta a mi casa en la capital de su graciosa majestad la Reina de Inglaterra.
Volviendo a donde me había quedado, llegó el tren, subí a él, encontré un rincón e intenté dormir un rato más. Lo logré por poco tiempo. Por supuesto no os voy a contar 18 horas de viaje minuto por minuto así que os lo resumiré. Seguí con mi mal de ojo y mi mal rollo. El desasosiego azotaba mi espíritu y si lo sumas a que había dormido poco el resultado era de un bajón moral de aquí te espero. Si en ese momento hubiera tenido a mano una lámpara con genio incluida y me daba igual que fuera un geniecillo de los de tres al cuarto con tal de que me hubiera enviado directamente a mi casa y no a la de Londres sino a la de Lleida. Esto que os voy a decir me está costando escribirlo pero para que veáis hasta donde llega mi sinceridad en este diario os lo diré: TENÍA MIEDO. Yo Fran Valenzuela estaba asustado. Y eso que en peores plazas he toreado pero no me hacía ninguna gracia que mi ojo fuera a peor en la India. Si fuera Europa o cualquier país desarrollado no me importaría pero ponerse enfermo aquí como que no. Para que entendáis a que me refiero os contaré algo que pasó mientras estaba en el campamento. Un fin de semana algunos de los voluntarios se fueron a Hampi y al llegar allí, en el hotel en el que estaban hospedados se encontraron a una chica española que estaba sola, en cama, con fiebre y llevaba así cuatro días y lo peor de todo es que nadie había hecho nada por ella por que nadie sabía lo que le pasaba ni había médico alguno que la pudiera atender. La chica en cuestión no sabe la suerte que tuvo al ser encontrada por mis compañeros que inmediatamente se hicieron cargo de ella y la trajeron al campamento donde tras recibir la atención sanitaria adecuada se recuperó. Y como esas tengo alguna historia más. He visto algún grupo de chicas aventurarse solas y valientes ellas en lo inhóspito de la India, ponerse alguna enferma y al ver lo que les podía deparar el viaje coger el primer avión de vuelta a los brazos de la civilización y ahí os quedáis la India y la madre que la p… Si señores, venir al tercer mundo pensando que es como ir a Paris a ver la Torre Effiel es que hay que ser iluso, aunque si quieres también puedes ir de hoteles de lujo y no salir de ellos más que para que te lleven de excursión, pero eso no es la India. Aquí los hospitales no tienen parecido alguno a los nuestros y los médicos brillan por su ausencia. Aquí hay que sobrevivir y hacer este viaje sólo no era la mejor idea pero como ya os he dicho luchar es lo que a mí me va. Mientras puedo peleo como un jabato y soy capaz de salir a flote del agujero más profundo. Solo una vez en mi vida no pude luchar por lo que más quería pero esa es otra historia.
En todo el viaje solo sucedió una cosa digna de mención y es que en un momento de los que estaba de los nervios fui al lavabo del tren a mojarme un poco la cara a ver si me refrescaba pero no recordé que los trenes indios carecen del elemento rey. Como vi que no salía agua del grifo busqué algo que pudiera hacerla aparecer. Lo único que encontré fue una cadena con un mango de madera rojo que colgaba de la pared justo al lado del grifo y no había cartel alguno que indicara su utilidad. No las tenía todas conmigo pero era lo único que parecía que pudiera conseguir el milagro de que de ese grifo saliera agua. Tiré poco a poco de la cadena hasta que, de repente, algo se activó y empezó a hacer un ruido de aquí te espero. ¡Había accionado el freno de emergencia! Salí por patas del lavabo y me metí en mi camarote a verlas venir. Me esperaba lo peor. Después de eso directamente a chirona pues no son nadie los polis indios y si encima eres extranjero no te digo nada. Pero la divina providencia se apiadó de mí ya que nadie vino a buscarme. Creo que lo debieron achacar a que el tren ya estaba como para jubilarlo de lo viejo que era y ya habría sufrido algún percance parecido. Vaya susto me llevé aunque al rato me estaba riendo solo de pensar lo que diría mi padre, todo un veterano de RENFE, cuando se lo contara.
A las 18 horas de viaje llegué a Fort Kochin. Pasaban 30 minutos de medianoche. Bajé del tren y me quedé sorprendido de lo que vi, calles asfaltadas, un montón de tiendas con lo último en tecnología, coches de última generación. Estaba como perdido, había pasado del infierno al cielo en un solo día. Que rara es a veces la vida y que caprichosamente reparte su suerte entre los humanos. Me encontraba en el mismo país pero parecía que hubiera viajado en el tiempo y que Anantapur se encontrara siglos atrás. El cansancio me convenció de que debía dejar de divagar y que una cama sería un buen final para ese día.
Suerte que el hotel me lo habían solucionado Chicho y Fernanda ya que antes de volverse a Barcelona habían estado un par de días allí y como les había gustado les pedí que me reservaran una habitación. El problema fue encontrarlo. El conductor del rickshaw estuvo dando vueltas casi una hora y media mientras yo en el asiento de atrás me desesperaba y no veía el momento de llegar a mi habitación y cerrar por un rato mis maltrechos ojos. Finalmente un policía acertó indicarnos el camino y yo pude conciliar el sueño.
Antes de seguir me gustaría explicaros el por qué Kerala era tan diferente a Anantapur siendo los dos estados de la India. Kerala ha sido históricamente el primer estado indio con un gobierno comunista y eso se ha notado en el desarrollo que ha tenido en estos últimos años. Para mi modesta opinión el comunismo aun habiendo demostrado su ineficacia en la mayoría de países en los que gobernó, en la India se dan una serie de circunstancias que creo yo lo hacen casi necesario. Para que la India avance necesita acabar con dos tabúes, uno son las castas que aunque teóricamente abolidas siguen existiendo en la práctica y son los de castas superiores los que gobiernan este país de un modo bastante autárquico olvidando que la mayoría son pobres y he visto como les da igual. El otro tabú es la religión en la que también las castas siguen vivas además de impedir que mejores tu estatus social ya que el hinduismo dice que si eres un sin casta e intentas mejorar eso, en la siguiente vida volverás atrás así que ya ni lo intentan y se conforman con lo que son. Por todo ello creo que el comunismo es el único tipo de gobierno que puede acabar con ese desequilibrio social y hacer que la India ocupe el lugar que se merece, por historia y por capacidad. El tiempo me dará o me quitará la razón, ya lo veremos.
Mi estancia en Fort Kochi duró tres días en los que, aparte de comprar una nueva cámara de fotos, me dediqué a pasear y a contemplar.
Fort Kochi es una antigua colonia portuguesa y eso se nota en el nombre de las calles y en la estética de los edificios de estilo colonial incluso en la gastronomía se nota esa influencia lusa. Para mí fue una suerte poder mimar mi delicado estómago con alguna delicatesen de origen marino, como alguna que otra langosta y demás crustáceos.
Una de las excursiones que hice fue recorrer en un barco típico los Back waters. Estos son como si un trozo de mar se hubiera colado tierra adentro y transcurriendo paralelo al mar de Arabia partiera la costa en dos. Era como un inmenso río de agua que ni era dulce ni era salada y estaba surcado por miles de pequeños canales que se comunicaban entre si. El paisaje recorría toda la gama de verdes desde el más claro al más oscuro y las pequeñas islas llenas de frondosas palmeras surgían por doquier dando el aspecto a los Back Waters de un enorme queso de grullere. Las seis horas de excursión fueron un poema a la vista, un paseo en la tranquilidad y una invitación a la meditación, en definitiva, un pequeño viaje a la belleza.
De vuelta, el destino hizo que uno de los compañeros de excursión se hospedara en el mismo hotel que yo y como suelen hacer las almas viajeras, a veces, se juntan para transformar su soledad en amistad. Desde ese día y durante casi dos semanas Dalip y yo compartimos nuestro viaje y viajamos junto a nuestra amistad.
Había decidido ir a las playas de Kovalam, más hacia el sur, casi en la punta de la India donde se juntan el mar de Arabia y el Océano Indico. Lugar mágico para los indios. Dalip, que no tenía plan alguno decidió seguirme en mi aventura. Así que cogimos un tren dirección a la capital de Kerala, Trivandrum y allí un taxi nos llevó hasta Kovalam, 20 Km. más al sur.
Nos hospedamos en un hotel con vistas al mar. ¡Que menos! Allí pasamos los cuatro días siguientes. La casualidad hizo que encontráramos a otro de nuestros compañeros de excursión de los Back Waters, Andrei, que al igual que Dalip era inglés. Dalip de Liverpool y Andrei de Londres aunque los dos tenían algo en común, sus raíces no eran inglesas sino que Dalip era medio indio y Andrei medio ruso. Y siguiendo con las casualidades, en medio de la playa me encontré a Imma que si recordáis fue una de las visitantes con las que pasé mi primer fin de semana en el campamento de la Fundación. A ver si hacéis memoria, Imma fue la chica que después de escuchar a una de las indias del programa “mujer a mujer” lloró como si del ultimo capítulo de Heidi se tratara.
Y los cuatro disfrutamos juntos de Kovalam. Repartimos nuestro tiempo entre playa y paseos. Saboreamos la gastronomía local y los placeres de los masajes ayurvédicos nos llenaron el cuerpo de tranquilidad y paz a través de unos aceites especiales de olor penetrante y de efectos relajantes. Fueron cuatro días compartidos entre cuatro amigos que charlaron sin parar junto a una cerveza y con el sonido de las olas del mar chocando unas contra otras como música de fondo.
Y así transcurrió mi semana en Kerala.


¡Amor para todos!

lunes, noviembre 14, 2005

(Capitulo 16)


Mi trabajo en la Fundación tocaba a su fin. Ya llevaba poco más de un mes y sentía que lo que había venido a hacer ya lo había hecho. Mi idea de lo que debía ser la fisioterapia en Anantapur seguía chocando contra un muro de piedra y en esos momentos eché mucho de menos a mis queridos amigos fisios: Patrik, Francesc y Olga. Con ellos a mi lado otro gallo hubiera cantado por estas tierras. Pero no fue así y yo llegué a la conclusión de que esta gente vivía muy bien como estaban y que eran muy felices con las medallas que se habían puesto hasta ahora gracias a lo que habían conseguido pero que el verbo mejorar no se encontraba entre sus prioridades. Yo soy una persona inconformista por naturaleza y siempre quiero ir a más en todos los aspectos y si veo que me estoy durmiendo en los laureles, que me estoy aplatanando cojo el portante y a por una nueva meta que me vuelva a motivar, sino que narices hago viviendo en Londres. En definitiva, aquí no les gustan los cambios y menos que venga alguien de fuera a decirles lo que tienen que hacer así que “ a Dios muy buenas”.

Como este tema me cabrea un poco y lo que tenía que decir ya lo he puesto en mi informe, os hablaré de mis últimos días por el campamento.

Hasta ahora no os había dicho nada de ella y eso no puede ser. Ella ha llegado a ser una muy buena amiga. Nos hemos visto cada día, ha dormido a mi lado y… no es una mujer. Es una perrita a la que le he puesto de nombre “Calcetines” ya que aunque el cuerpo es color canela las patitas las tiene de color blanco. ¿Qué cómo nos conocimos? Resulta que ella es una más de esa patrulla canina de la que os hablé una vez y que protegen el campamento de cualquier intruso. Un día me fijé en ella, tenía cara de simpática y además era la más guapa del grupo. Debió ser atracción mutua ya que al momento se levantó y se me acercó. Quizás no lo sepáis pero los animales son algo muy especial para mí y cuando Calcetines vino de aquella manera tan juguetona, mordiéndome los tobillos pero sin hacerme daño me hizo mucha ilusión. Me encanta que los animales se acerquen a mí y a mí me encanta jugar con ellos y lo hago como si fuera un crío.

Saqué una galleta que llevaba en la bolsa y se la di. No se puso contenta ni nada. Desde ese día cada vez que entraba en el campamento Calcetines venía a mi encuentro. Llegué a pensar que estaba compinchada con los guardias de seguridad y estos la avisaban cada vez que yo entraba porque sino no lo entiendo. Pero es verdad, era entrar allí y ¡zas! Como saliendo de la nada allí estaba ella a mi lado.

Los que tenéis animales entenderéis de qué hablo y por qué me hizo tanta ilusión la compañía de Calcetines. Los que no los tenéis no sabéis lo que os perdéis. No hay nada tan sincero como la amistad de un animal. Cuando nuestros queridos amigos de cuatro patas te dan su cariño es para siempre. Historias hay a montones de cosas que han hecho por la gente a la que querían.

Los días pasaban y nuestra amistad iba en aumento hasta que llegó el día en que Calcetines se hizo un agujerito al lado de mi cabaña y allí se quedaba a dormir. Era la primera persona que me saludaba por la mañana y solo con eso conseguía que sonriera. Siento si a alguien le molesta que llame a Calcetines “persona” pero es así como yo la veo. Es más, ahora he tocado un tema que me indigna de verdad y es el cómo son tratados los animales por las religiones. En esto estoy a favor de budistas e hinduistas ya que ellos ven a los animales como una creación divina comparable al Hombre. En cambio, vuestra querida religión católica y apostólica dice que el cielo es solo para el Ser Humano. ¡Y un cuerno! Si eso es así y yo me entero que en el infierno aceptan animales, allí que me voy de cabeza.

Calcetines me recordaba a un buen amigo que tuve que nos dejó este invierno pasado y que tanto queríamos mi familia y yo. Era un pastor alemán llamado Towi. Fiel, cariñoso, juguetón, uno más de la familia, un buen amigo que por una de sus muchas travesuras pagó un alto precio al ser atropellado por un coche y quedar paralítico. Hicimos lo posible y más para que siguiera vivo, pero al final viendo que lo pasaba peor estando como estaba tomamos la muy difícil decisión de sacrificarlo. Por eso digo que si en el cielo no hay sitio para Towi tampoco lo hay para mí. Y dejo el tema porque los ojos ya se me están “nublando”.

Calcetines y yo disfrutamos de nuestra amistad mientras estuve en el campamento y a día de hoy aun me acuerdo de ella. Espero que alguien que también ame a los animales la esté tratando con el mismo cariño.

Lo malo de estar mucho tiempo en un sitio es que cuando te vas tienes que despedirte de gente con la que has compartido muchas cosas y eso entristece. Las primeras veces más que un “adiós” es un “hasta luego”. Te das las direcciones de casa, de Internet, intercambias los números de teléfono y “seguro que pronto nos volvemos a ver” Pero el tiempo me ha hecho ver que eso no es así, una vez vuelves a casa te haces a tu rutina, te vuelves a acomodar a tu vida de siempre y ¿Quién se acuerda de llamar o enviar un mail? Casi nadie. Puedo quedar mal al decir esto pero yo ya no suelo dar ni teléfono, ni mails, ni nada porque sé que no vale la pena. Solo lo hago en los casos muy especiales en los que sé que yo sí que voy a mantener el contacto. Dicho todo esto, llegó mi último fin de semana en la Fundación y como casi todos ellos la gente ya había planeado alguna excursión así que aunque me iba el lunes empecé a despedirme de la gente y de los primeros que me tuve que despedir fue de los que más iba a echar de menos. Mis queridos Chicho y Fernanda se iban después de pasar visita y hasta que no regresara a España no los iba a volver a ver. Fuimos juntos hasta el hospital, pasamos visita y luego nos dijimos “hasta luego” porque en este caso estamos hablando de una amistad de las que vale la pena hacer cualquier cosa por mantenerla.

Vi alejarse el coche, agité mi mano y me quedé muy, muy triste. Cabizbajo seguí la ruta del “adiós” y me despedí del personal sanitario y en especial de Mutu y Naga porque aunque no esté de acuerdo con ellos no dejaban de ser dos buenos tipos con los que había pasado buenos momentos y todos tuvieron su abrazo y mis mejores deseos.

Volví al campamento en autobús, por ponerle un nombre, ya que era un amasijo de hierros oxidados relleno de gente. Subí a él y me quedé absorto mirando por última vez ese paisaje. Como no puedo estar triste sin música saqué mi MP3 y la voz de Maria Callas desgarrada por un amor no correspondido me acompañó en ese mi último y solitario viaje desde Bathalapalli. Realmente me sentía “apagado”. No hacía ni cinco minutos que Chicho y Fernanda se habían ido que ya los echaba de menos. ¿Con quien iba a tener esas charlas que compartía con Chicho? ¿Quién me iba a dar esas clases magistrales que Chicho me impartía sobre traumatología, el amor y la vida? ¿Con quien me iba a pelear ahora que no estaba mi Fernanda? ¡Anda que no soy sensiblero a veces!

El resto del fin de semana lo dediqué a planear “mi viaje”, mi aventura en solitario por la India. Cargué mi mochila con mis pertenencias y mis recuerdos. Jugué por última vez con Calcetines y me fui a dormir nervioso por lo que me esperaba, triste por lo que dejaba y un poco jodido ya que notaba que algo iba mal en mi ojo izquierdo porque me dolía bastante. Aun así los cerré e intenté dormir algo ya que a las 5 de la mañana me tenía que levantar y a las 6:30 salía mi tren con destino a…

¡Amor para todos!

jueves, noviembre 03, 2005

(Capitulo 15)

Hoy os voy a contar una de dioses.

Los personajes:

Shiva: el creador, el gran Dios.

Parvathi: Diosa mujer de Shiva.

Ganesh: hijo de Parvathi y también es un Dios.

“Era un día de verano de esos en los que el calor aprieta de lo lindo y Parvathi que sudaba como una condenada decidió darse un baño. Como no quería ser molestada le pidió a su hijo Ganesh que vigilara en la puerta y que no dejara entrar a nadie bajo ningún concepto. Parvathi se fue a bañar y Ganesh se quedó haciendo guardia. A todo esto, Shiva que pasaba por allí, le dio por ir a ver que hacía su querida mujer. Fue hacia la puerta y cuando iba a entrar Ganesh le salió al paso diciéndole que no podía ver a Parvathi, que su santa madre no quería ser molestada. Para que dijo nada el pobre Ganesh. Shiva, que debía ir de un calentón subido y con ganas de echarle un kiki a Parvathi, ni corto ni perezoso sacó su espada y le cortó la cabeza al bueno de Ganesh. -A mí con gilipolleces el niñato este- debió pensar Shiva. Cuando Parvathi salió del baño y vio el cuadro se puso a llorar como una descosida. Shiva que en el fondo, muy en el fondo, era un sentimental se apiadó de su mujer y le dijo que fuera al bosque y escogiera la cabeza del animal que más le gustara que se la pondría a Ganesh. Parvathi se fue al bosque y volvió con la cabeza de un elefante (también vaya gusto el de esta mujer). Shiva cumplió su palabra y Ganesh recuperó la vida y se le quedó cara de elefante. Y colorín colorado…”

La historia que os he contado es tal y como a mí me la explicaron, bueno, en realidad no es exactamente así. He respetado el fondo de la trama y le he añadido un toquecillo personal. Ahora, si veis un Dios hindú con cara de elefante ya sabéis que es Ganesh y el por qué de su trompa. Espero que los dioses perdonen mi atrevimiento porque como Shiva se enfade…

Ya que estamos con el tema de la culturilla hindú os voy a contar alguna de las cosas que hemos importado de la India y que, a lo mejor, no lo sabíais. Una de esas cosas que hemos copiado, mejor dicho, que habéis copiado las mujeres occidentales, o sea, vosotras que me estáis leyendo, es lo de la cadenita en el tobillo. Que sepáis que es una tradición india pero con un pequeño matiz y no me invento nada, y es que se deben llevar dos tobilleras y no una como lleváis vosotras. Una en cada tobillo. Fernanda que como vosotras no lo sabía iba un día muy contenta por quirófano cuando sus queridas amigas las enfermeras indias se le quedaron mirando el tobillo con cara descompuesta y le dijeron: “¡Fernanda! Tienes que ponerte dos tobilleras. Una tobillera solo la llevan las que son un poco víboras.” Vaya planchazo se llevó mi pobre Fernanda. Después de esta explicación todo me ha quedado más claro con respecto a vosotras las occidentales (ja ja ja). Bromas a parte (espero que no me lo tengáis muy en cuenta) otra de las tradiciones de aquí es la de llevar anillos en los dedos de los pies. Pues bien, aquí se llevan solo en el segundo dedo y en ambos pies. Y, ¿sabéis que significa que una mujer lleve esos anillos en los pies? Ni más ni menos que está casada. Cuantos más años de casada, más anillos puede llevar en los pies.

Otro detalle que me ha hecho mucha gracia es el de la moda. Es curioso ver la metamorfosis que sufren los occidentales al venir a la India. Ellos llegan con sus pantalones tejanos, sus camisetas de marca. Ellas con sus minifaldas y sus tacones. Y al día siguiente los ves y parece que hayan salido de una comuna hippie de los años 60. Y no voy a hablar muy alto porque menudas pintas llevo yo también. En cambio los indios y digo indios y no indias, intentan ir vestidos al modo occidental, tejano y camiseta o camisa pero con una sutil diferencia y es que lo de combinar colores no lo llevan muy bien. No había viso camisas tan raras y estridentes en toda mi vida. Son como actores de una película de los años 70 de cuando fiebre del sábado noche y demás pelis por el estilo. Por el contrario, las indias van vestidas al modo tradicional, saris de mil colores y están pero que muy guapas.

Ahora que ya os habéis familiarizado con las costumbres indias voy a volver a mi historia.

Otro de los sitios que valía la pena visitar cerca de Anantapur es Putaparthi. Ya sé que el nombre se las trae pero os juro que es así y sino mirar el mapa de la India y al sureste de Anantapur, a unos 50 km. la encontrareis.

Podría parecer que Putaparthi es un sitio donde la juerga es continua y los afters surgen del suelo como setas. Nada más lejos de la realidad. Putaparthi es una ciudad de peregrinaje. Hace unos años era un pueblecito pero desde que se instaló el “Sai Baba” aquello es otra cosa. ¿Y quién es ese Sai Baba? Según la creencia hindú Sai Baba es el Dios Shiva que ha tomado la forma de hombre y son los brahmanes u hombres santos los que deben reconocer al Sai Baba a través de una serie de hechos milagrosos. Si no recuerdo mal hasta la fecha han habido dos y este sería el tercero. Subrayo lo de “sería” puesto que el hombre en cuestión es algo “especial”. Ha sido él mismo el que se ha autoproclamado Sai Baba.

Pero volviendo a nuestra historia, un sábado después de nuestra ronda matutina por el hospital cogimos el coche y fuimos a Putaparthi. La carretera era tan mala como de costumbre. Nuestra sorpresa llegó cuando faltaban unos 5 km. De pronto, lo que hasta entonces era un camino de cabras se convirtió en una carretera en toda regla, con sus marcas en el suelo y demás, vamos, todo un lujo para la India. Pero las sorpresas no acabaron allí. Justo al entrar al pueblo estaba el aeropuerto privado del Sai Baba. Como lo oís, aeropuerto privado con helicóptero incluido. Más adelante nos encontramos el hospital. ¡Y que hospital! Parecía un palacio digno de las mil y una noches. Era inmenso. La pena es que no dejaban entrar visitas y nos quedamos con las ganas de verlo por dentro ya que si hacia justicia a lo que se veía desde fuera nos iba a faltar tiempo para pedir trabajo: “Hola, muy buenas. Mire usted es que somos un traumatólogo un fisioterapeuta y una enfermera y nos preguntábamos si habría algún trabajillo para nosotros.”

Visto que en el hospital palacio no teníamos futuro seguimos nuestro camino. Las sorpresas venían una detrás de otra y los edificios eran a cual más fastuoso. La universidad era un conjunto de edificios de lo más moderno. La escuela de música estaba rodeada de enormes instrumentos. Eran guitarras, timbales, cítaras de proporciones desmesuradas. Todo lo que estábamos viendo nos pareció a los tres como un poco “demasiado”. A lo lejos, encima de una colina a nuestra izquierda, vimos una especie de palacete que llamó nuestra atención. Le preguntamos a Beemha si sabía que era aquello y nos dijo que era el museo del Sai Baba. ¿Museo del Sai Baba? Me preguntaba que narices podía coleccionar como para tener un museo propio. Decidimos ir a ver que es lo que allí se cocía. Nada más llegar tuvimos que dejar todas nuestras pertenencias incluidas las sandalias, en definitiva, nos dejaron con lo puesto. Pero ahí no acabó todo, al llegar a la puerta principal nos hicieron esperar sentados en el suelo y nos dividieron en dos grupos, uno de hombres y otro de mujeres así que nos despedimos de Fernanda y la dejamos sola ante el peligro. Empezó la excursión y tanto Chicho como yo no salíamos de nuestro asombro. Todo aquel “museo” era una “oda a si mismo”. Era la mayor estupidez que había visto en mi vida. Eran fotos del supuesto Sai Baba, de pequeño, de mayor, ahora con la raya del pelo a un lado, ahora con el pelo a lo afro. El hombre debe tener unos 80 años y de joven estuvo en Estados Unidos en la época en la que drogarse estaba bien visto y era moda. Pues yo creo que el hombre debió pegarse un colocón de aquí te espero y aun le dura. Lo que íbamos viendo eran descripciones de supuestos milagros que el “Sai Baba” había perpetrado, que si había hecho esto, que si había hecho lo otro, que un milagro por aquí, que si otro por allá. Tenia ganas de salir de allí corriendo pero también quería seguir viendo en que acababa semejante chaladura. Rematando el cuadro había un montón de gente que pertenecía al personal del museo venidos de todas partes del mundo. Vestían unos ridículos atuendos con los colores de sus respectivos países. Los había de Honduras, Tailandia, Méjico pero sobre todo de USA. ¡Que ridículos estaban! Más tarde me enteré de que toda esa gente había donado casi todo lo que tenían al Sai Baba para unirse a su grupo de fieles y vivir junto a él. Así hasta yo tengo aeropuerto privado.

Por las calles te encontrabas un montón de occidentales vestidos de blanco y con una medallita colgando de sus cuellos con la cara del Sai Baba. Entonces comprendí porque me miraban mal, yo iba vestido de negro y empecé a pensar que todo aquello era una película de miedo y que de un momento a otro alguien me iba a inyectar algo y me iba a convertir a su “secta” Menos mal que no fue así.

Unos días más tarde le preguntamos al bueno de Vicens Ferrer que qué pensaba del “Sai Baba” y para nuestro asombro respondió que las veces que había hablado con él sintió que era “diferente” al resto, que había algo en él que no sabía explicar. Nos quedamos de piedra.

Por decir algo en favor del supuesto Sai Baba diré que ha donado bastante dinero para obras benéficas y demás, lo cual está muy bien pero con la pasta que tiene también hago yo un montón de donaciones. De todas maneras no comulgo con alguien que va por ahí sacando “huevos de oro” de su boca, pone detectores de metales por toda la ciudad porque cree que alguien lo quiere matar y convierte los relojes de plástico en Rólex de oro. Al que me contó esto último le pregunté: “¿Cuándo dices Rólex te refieres a la marca suiza Rólex?” y me respondió que sí. Ahora todo me cuadraba, pues como no iba a tener pasta el condenado si aparte de lo que les saca a sus “seguidores” está patrocinado por Rólex.

De esta pequeña historia saqué dos cosas. La primera es que los humanos somos “gilipollas” y nos creemos al primero que saca “huevos de oro por la boca” solo porque nos ha prometido una pequeña parcelita en el cielo con vistas al paraíso. Y la segunda es que valió la pena ir al sitio ese porque al haber tanto occidental había restaurantes en lo que servían comida de la nuestra y me pegué el festín gracias al Sai Baba.

Moraleja:

“la verdad solo se encuentra en nuestro corazón”

¡Amor para todos!

(Capitulo 14)


Iba a ser un buen día, lo presentía. El por qué era especial viene de mucho tiempo atrás. Hará unos cuatro años, un día de esos que tienes tonto y estás como de bajón, desanimadillo, ya sabéis a que me refiero, pues un día de esos se me ocurrió lo de apadrinar a un niño y me puse a buscar una organización dedicada a ello. Busqué y busqué y al final encontré la “Fundación Vicens Ferrer”. ¿Verdad que fue toda una casualidad? Quien me iba a decir entonces que 4 años más tarde iba a colaborar con ellos. Una vez me decidí mandé los papeles y al tiempo me llegó una carta agradeciendo mi interés y con la foto de una preciosa niña india llamada Geetha. Me emocioné. No sabría explicar exactamente por qué. Creo que fue el pensar que había hecho algo bien y la sensación que tienes cuando haces las cosas que te dicta el corazón es muy pero que muy agradable. Miraba su foto una y otra vez y sentía como si esa pequeña criatura de 8 años, morena de ojos grandes me perteneciera. Incluso llegué a comprar un marco majísimo y en él puse su foto. Si alguno habéis pasado por mi consulta seguro que la habréis visto. Con que orgullo respondía al paciente de turno que me preguntaba “¿y esta niña tan mona?” a lo que contestaba con una sonrisa de oreja a oreja “es Geetha, mi apadrinada”

Y hoy, precisamente hoy, iba a conocerla. Por fin, después de muchos años iba a ver a Geetha. ¿Entendéis ahora lo importante que era ese día para mí?

Cuando la situación es especial me gusta que todo salga redondo, sin improvisar, al milímetro, que todo lo que haga ese día sea con sentimiento. Y así lo hice. Cogí mi MP3 y lo cargué de canciones “especiales” para mí. Luego compré un montón de cosas para Geetha y su familia: utensilios de cocina, ropa para sus dos hermanas y su hermano. Hasta les compré ropa a los padres. Por supuesto a Geetha le compré más cosas, dos trajes preciosos, lo mejor que encontré (ya veréis que guapa está en las fotos) y una cartera para ir al cole. Como colofón al despilfarro de mi alegría compré comida para la familia y un montón de caramelos para repartir entre los niños del pueblo.

El único punto negro del día era mi estado de salud que aun seguía “de aquella manera”. La comida india no podía ni olerla y el lavabo era mi segunda casa. Para colmo de males, el pueblo de Geetha estaba a casi 3 horas de coche. No importaba, si hacia falta me ponía unos pañales y tan feliz.

Una vez cargado el coche emprendimos la marcha. Éramos el conductor, el guía-traductor y yo, el hombre más feliz del día. Desde un principio mi imaginación jugó a adivinar como sería Geetha. Sí que es verdad que tenía una foto de ella pero era de hacía mucho tiempo, cuando tenia 8 años y ahora tenia 12. Mi geetha debía ser toda una mujercita. Pero al momento le faltaba lo de siempre, ¡música! Debía ser algo especial y encontré una vieja canción que para mí significaba mucho. Era una canción de Dinah Washington, una mujer de color que cantaba con voz profunda hace muchos años. Alguien que una vez fue muy especial para mí me la hizo escuchar por primera vez y desde entonces es una de mis favoritas. La canción se titulaba “Teach me tonight” y cuando sonó los recuerdos salieron de su escondrijo uno detrás de otro y me hicieron volver atrás en el tiempo y recordar a aquella persona y… Sacudí la cabeza de un lado a otro expulsando esos recuerdos lejos de mí. Hoy era el día de Geetha y ningún recuerdo doloroso lo iba a estropear. Volví a mi entretenimiento de ponerle caras y formas a una imaginaria Geetha. Y disfruté de la canción y me emocioné pensando que quedaba poco para verla. Me hacía tanta ilusión. Pero el destino, caprichoso donde los haya, quiso retrasar por un tiempo el encuentro e hizo que nos perdiéramos por el camino. Yo no entendía como el conductor siendo indio podía perderse, pero al preguntarle que es lo que pasaba me respondió que nunca había ido a ese pueblo. El pueblo en cuestión era el más alejado de la provincia de Anantapur y estaba perdido entre montañas. A la postre, el traductor me explicó que yo iba a ser el primer occidental en poner el pie en esa zona. ¡Lo que me faltaba!

Por fin, tras cuatro largiiiiiiiisimas horas llegamos a la aldea. Miraba por la ventanilla y la buscaba desesperadamente con los ojos, pero no la veía. Bajé del coche. Delante de mí había una preciosa mujercita con un bonito vestido naranja y un collar de flores en las manos. Me miró fijamente con emoción pero, a la vez, con algo de vergüenza. Inmediatamente supe que era ella y fui a su encuentro. Me puso el collar, me dio dos besos, me cogió con su mano y me llevó a su humilde choza. Iba como flotando. Esa preciosidad que me cogía de la mano era mi Geetha.

Como siempre pasa en estos casos el pueblo entero era una fiesta. Para muchos de ellos era la primera vez que veían a un occidental y engalanaron la aldea para la ocasión vistiéndola con guirnaldas y pintándola con música.

Llegamos a su casa y me presentaron a toda la familia. Se les veía que estaban contentos de tenerme allí. Me hicieron sentar en el porche delante de todo el mundo. Suerte que ya había pasado por esa experiencia cuando estuve inaugurando casas para la Fundación y me había acostumbrado a ser contemplado por tanta gente. Geetha se sentó a mi lado y no me quitó el ojo de encima. Para romper el hielo decidí que no había mejor manera que dándoles los regalos que había traído. Saqué la comida, los enseres de cocina y empecé a repartir los caramelos entre los niños con la ayuda de mi “ahijada”. Cuando la familia me estaba dando las gracias por todo lo que les había regalado, saqué la traca final y como por arte de magia de mi chistera salieron los vestidos que había comprado. Ponían cara de no creérselo y yo disfrutaba como un enano. Toda la familia corrió a ponerse las ropas para que yo les viera. Mientras esperaba noté que algo chupaba mi mano, me giré para decir que no hacía falta tanto agradecimiento cuando, para mi sorpresa, lo que me estaba chupando la mano era la cabra de la familia. Debió de olerse lo de los regalos y salió haber si le tocaba algo. ¡Qué maja! Uno a uno fueron saliendo con sus nuevos vestidos. Sonreían sin parar mientras giraban sobre si mismos para que les viera lo bien que les sentaban. Pero yo solo tenía ojos para mi Geetha. Que guapa estaba y que bien le quedaban los vestidos que le había escogido. Tras el desfile empezaron a sacarme comida y bebida mientras un grupo de niñas cantaba una canción típica. Geetha sentada a mi lado no dejaba que tocara la comida ¡me la daba ella con su propia mano! Cuando el grupo de niñas acabó de cantar fue Geetha la que se puso en pie y me dedicó una canción. No me preguntéis si lo hacía bien o no, para mí era la voz de un ángel la que cantaba. Tras la fantástica interpretación me sentía curioso por saber más cosas de ella y empecé a preguntarle que como le iba el colegio, que si le gustaba y esas cosas. Pues resulta que mi Geetha es de las mejores de su clase y ¿sabéis que? Quiere ser MAESTRA. Yo no cabía en mí de orgullo, mi pequeña mujercita quería seguir estudiando y llegar a ser maestra. En ese instante y llevado por la emoción le dije que si seguía sacando buenas notas y podía entrar en la universidad yo se la pagaría. Puede parecer una fanfarronada producto del momento, pero pongo a este mi diario como testigo de que pienso cumplir mi palabra. Una vez mi curiosidad fue satisfecha le dije que si quería podía preguntarme cualquier cosa y lo primero que se le ocurrió preguntarme fue si estaba casado. Obviamente respondí que no y ella, poniendo cara de extrañeza me dijo que como podía ser que un hombre joven y guapo como yo no tuviera mujer. Me quedé de piedra y no sabía que responderle. Por una vez en mi vida las palabras se me habían amotinado y no querían salir de mi boca. Mi cerebro buscaba a la velocidad de la luz una respuesta y solo se me ocurrió decir “aun no he encontrado a esa persona especial” Vaya respuesta se me había ocurrido para una niña de 12 años. Por supuesto no me había entendido pero se dio cuenta de que era mejor cambiar de tema y me preguntó por mi trabajo en la Fundación. Le encantó saber que ayudaba a la gente intentándola curar. Creo que ella también se sintió orgullosa de mí.

Se hacía tarde y el camino de vuelta aparte de largo era toda una aventura. Esta vez fui yo el que la cogió de la mano y juntos fuimos hasta el coche. Miré una vez más esos enormes ojos y le di dos besos. Le prometí que le enviaría las fotos que nos habíamos hecho pero ella, a cambio, debía escribirme más a menudo. El guía casi tiene que subirme a empujones al coche. No quería irme y si me iba era con ella a mi lado, pero eso no podía ser así que muy a mi pesar subí al coche y este empezó a avanzar. Geetha me miraba y yo a ella. Entonces, de repente, como llevada por un impulso empezó a correr detrás de nosotros. Hice parar el coche, volví a bajar y la abrace mientras ella lloraba. Era demasiada emoción para mí. La solté y esta vez sí que me fui.

El camino de vuelta se me hizo raro. Sentía como si hubiera abandonado a alguien muy especial, alguien de mi familia. Pero por otro lado estaba feliz de ver que el dinero que daba a la Fundación era bien empleado y que a los niños apadrinados no les falta de nada. Por eso os digo que vale la pena apadrinar a un niño, al menos en Vicens Ferrer y que si lo hacéis estaréis ayudando a una criatura a tener una educación y una atención sanitaria que de otra manera, quizás, no tendría.

Volví a poner música y volví a ver esa cara, esos ojos y esa tierna manera con la que me despidió.

Ese día puedo decir que de verdad fui muy feliz.

¡Amor para todos!