miércoles, noviembre 30, 2005

(Capitulo 18)


CAPÍTULO 18

Ya hacía un día que todos se habían ido y yo me quedé sólo. Tenía ganas de disfrutar por un tiempo de la soledad, gozar del paisaje y dedicar más tiempo a escribir; le estaba pillando el gusto y cada vez lo necesitaba más. Escribir ha sido una terapia, siempre lo ha sido pero es la primera vez que enseño lo que escribo y es una sensación rara. Pero volviendo a Kerala, el último día el sol quiso hacerme compañía y salió, brilló y yo… me quemé. Se que soy un inconsciente pero es que hacía tanto tiempo que no lo veía allí en lo alto reinando e iluminando nuestras vidas y como Leo que soy necesito el sol como el aire que respiro aunque esta vez me pasé. Por la tarde cuando iba a coger mi vuelo a Delhi hasta la camisa me hacía daño. Era rozar mi cuerpo con algo y saltaba del dolor. Las cinco horas de vuelo las pasé como pude, no hacía más que embadurnar mi cuerpo de crema hidratante pero ni aun así.

El avión se posó suavemente en la pista del aeropuerto Indira Gandhi. Era un aterrizaje más de tantos que llevo a mis espaldas; el avión es como mi segunda casa por no decir que la primera son los aeropuertos.

Al llegar llamé a Dalip ya que me había invitado a pasar la noche en casa de su hermana que está casada con un indio y ya lleva cinco años en Delhi. Por un lado me daba palo ir a casa de alguien que no conocía, pero por otro lado tenía la curiosidad de ver como vivían en la capital, compartir sus costumbres, meterme un poco en sus vidas. Así que cogí un taxi y en su casa me planté. La experiencia valió la pena. Me trataron a cuerpo de rey. No me habían traído un plato de comida que inmediatamente le seguía otro y otro y otro. Si decía que no podía más el cuñado de Dalip respondía: “tu come que sino mi mujer se disgustará, ella está encantada de cocinar para ti”. Y yo comí y comí, por primera vez pude decir que la comida india estaba buena. Que diferencia entre lo que probé en Anantapur y esto.

Pasé la noche de aquella manera puesto que mis quemaduras iban a más y eso que no paraba de hidratar mi piel. La noche dio paso al día y empecé a pensar en el siguiente tren que iba a coger esa misma tarde hacia Jaipur. Otras 16 horas de viaje.

Dalip, que seguía sin saber muy bien que hacer, debió pensar que mi plan no estaba mal y decidió seguir conmigo hasta Varanasi 8 días más tarde.

Me despedí de la familia de Dalip y les agradecí de corazón todo lo que habían hecho por mí. Da gusto encontrar gente así por el Mundo. Después de eso hasta pienso que la humanidad tiene salvación con personas así.

El viaje junto a Dalip se me hizo más ameno. Un rato charlábamos, otro me ponía a escribir inspirado por la música, mi verdadera musa y por suerte las quemaduras iban dejando de molestar.

Al día siguiente, unas pocas horas antes de llegar a destino, nuestro vagón empezó a llenarse de gente que hacía propaganda de los diferentes hostales de Jaipur. Debían haber subido al tren en la penúltima estación y, supongo, irían a comisión en función de los extranjeros que pudieran captar y llevar a sus negocios.

Dalip y yo dimos esquinazo a casi todos pero hubo uno que nos pareció más sincero que el resto y nos gustó el precio de la habitación además nos ofrecía la posibilidad de prepararnos una excursión por el desierto que era lo que realmente me había llevado a esta ciudad.

Al llegar a Jaipur ya nos esperaba un coche para trasladarnos al hostal. Una vez allí nos duchamos, que falta nos hacía y acabamos de concretar la excursión. Como solo íbamos a estar 24 horas decidimos salir esa misma tarde hacia el desierto, ver la puesta de sol, dormir al descubierto encima de una duna y ver amanecer. ¿Verdad que suena bien?

La parte del desierto a la que nos dirigimos está en la frontera con Pakistán y es un parque nacional del gobierno indio.

A unos 40 Km. de la ciudad nos estaban esperando el guía y nuestros camellos. Subimos a nuestros simpáticos y malolientes transportes y empezamos a avanzar siguiendo el dorado rastro que el sol dejaba tras de si adentrándonos en un paisaje inhóspito haciéndonos olvidar por completo la civilización. Poco a poco iban apareciendo las dunas en el camino hasta que después de una hora de tormentoso traqueteo llegamos a nuestro destino. Si alguno habéis estado en el desierto entenderéis lo que se siente al contemplarlo. Hace mucho tiempo estuve una vez en el Sahara y me impresionó pero me quedé con las ganas de perderme en él y pasar la noche al raso y eso es lo que me proponía hacer esta vez.

El sol se estaba poniendo en el horizonte y las dunas aparecían sinuosas unas detrás de las otras formando un lecho discontinuo de suave y brillante arena. El color del atardecer era fabuloso, el cielo desprendía un brillo anaranjado que se reflejaba en la arena y como pequeños diamantes multiplicaban la luz haciendo que el desierto resplandeciera como un hermoso lago de aguas tranquilas bajo el sol del verano y todo ello envuelto de un azul crepuscular que el horizonte pintarrajeaba alrededor del astro rey. A medida que el sol descendía cansinamente el color naranja de sus largos tentáculos se hacía cada vez más tenue pero sin perder su encanto, es más, ese encanto aumentaba a medida que el desierto engullía cariñosamente la enorme bola de fuego hasta digerirla por completo. Yo me había descalzado para sentir como mis cansados pies eran deliciosamente acariciados por esos minúsculos granitos de arena. Cogí una cerveza y me senté en primera fila mirando directamente al horizonte sin perder un solo detalle de todo aquel espectáculo que la naturaleza me estaba ofreciendo. No osaba parpadear, no quería que un solo detalle escapara a mi vista, que todo lo que estaba contemplando se quedara en mi memoria de una manera indeleble, como si un antiguo escriba egipcio grabara con su viejo y experto cincel ese hermoso momento junto a mis recuerdos para que no pudiera ser olvidado jamás.

Una vez la luna ocupo su lugar en el reino de la noche hice lo que muchas veces había soñado hacer, subí a la duna más alta, coloqué mis altavoces y los hice sonar. Las estrellas fueron colocándose en su sitio preestablecido desde tiempos inmemoriales pero esta vez lo hicieron al son de mi música. El oscuro silencio de la noche fue sustituido por la batuta de mi querido Manuel de Falla y su “Noche en los jardines de España” sonó mientras que yo, tumbado en mi colchón de arena, sonreía satisfecho y me sentía un privilegiado. Mi ensimismamiento era total y ni por un momento imaginé lo que se nos avecinaba ya que nada hacía presagiar que el tiempo fuera a cambiar tan radicalmente.

El guía puso un plástico en el suelo a modo de cama y nos colocamos uno al lado del otro en nuestros sacos de dormir. Estaba tumbado en el desierto a punto de cerrar mis ojos y el único manto que me protegía era el cielo estrellado que contemplé hasta que la realidad se confundió con un sueño.

Debía ser la una de la madrugada cuando empecé a notar como unas pequeñas gotas de agua golpeaban mi cara. Pensé que era una pesadilla pasajera hasta que las gotas se hicieron más numerosas e insistentes y me desperté sobresaltado. Realmente estaba lloviendo. No daba crédito a mis ojos. ¡Por Dios, si estaba en el desierto! La lluvia arreciaba y no teníamos donde cobijarnos. La sensación que tienes cuando empiezas a mojarte con la ropa puesta es odiosa. Yo miraba al guía esperando que dijera algo que nos sacara de semejante situación. Pero la lluvia siguió cayendo cada vez con más fuerza y yo metido en mi saco intentaba inútilmente protegerme del agua. Al rato estábamos los tres completamente empapados. Intentamos cubrirnos con el plástico que nos hacía de cama pero también fue inútil ya que el agua se colaba por sus múltiples agujeros. No podíamos hacer nada. Nos apretujamos los tres y yo me acurruqué alrededor de mi mochila ya que dentro tenía mi equipo de música y mi nueva cámara y no quería que se estropearan. No me apetecía tener que comprar otra cámara de fotos. Con el tiempo llegué a odiar el sonido de las gotas de lluvia golpeando el inútil plástico que tan inútilmente nos cubría. Plas, plas, plas iban cayendo convirtiéndose en una molesta banda sonora. Cuando parecía que la cosa amainaba, plas, plas, plas tatareaba la lluvia con más fuerza. Finalmente nos quitamos el plástico de encima y los tres empezamos a reír a carcajada limpia.

Sabía que era un momento que en el futuro cuando lo recordara reiría aunque entonces no me hizo ninguna gracia. Y allí estábamos los tres en medio de la nada durmiendo sobre una duna, calados hasta los huesos y sin un sitio donde poder guarecernos. Aunque estaba preocupado por mis pertenencias lo que estaba viviendo me pareció especial.

Por fin a las cuatro de la mañana el diluvio cesó en su empeño y aun mojados como estábamos nos dormimos un par de horas justo el tiempo que la lluvia nos dio de tregua ya que a las seis volvió con más furia y ganas que antes. Ya no podíamos más así que cogimos lo poco que teníamos y empezamos a caminar sin rumbo fijo. Al rato divisamos una pequeña choza que nos pareció el mejor hotel del Mundo. En silencio dimos las gracias a quien quiera que la construyera. Era un pequeño habitáculo hecho de arbustos y hojas pero suficiente como para protegernos de las inclemencias del tiempo. Finalmente la lluvia se deshizo en miles de minúsculas gotas de agua y desapareció absorbida por el sediento suelo desértico que buena falta le hacia y como agradecido, el desierto dibujó un espléndido arco iris en el horizonte indicándonos el camino que debíamos seguir de vuelta a casa.

Llegamos al hotel con los ojos rojos por el sueño y las ropas andrajosas y sucias por el agua y el barro. Nos duchamos, nos pusimos ropas limpias y como teníamos un par de horas hasta la salida del tren nos fuimos a visitar la ciudad. Jaipur es pequeña pero coqueta ya que se encuentra en lo alto de una colina y está rodeada por una enorme y majestuosa muralla de color rojizo. Sus calles son estrechas y tortuosas pero llenas de pequeñas tiendas donde venden todo tipo de artesanía sobre todo cosas hechas con piel de camello. Para redondear la mala suerte de la noche anterior, mientras caminaba distraídamente por las callejuelas de la ciudad, noté como mi pie derecho quedaba literalmente sumergido en un “algo” viscoso y maloliente. No quise mirar al suelo pero la sonora carcajada de Dalip confirmó mis sospechas, no era un charco de barro lo que había pisado, era una enorme mierda de vaca. Como las maldije. Serían todo lo sagradas que tu quisieras pero eran unas guarras. ¿Por qué narices no hacían como los gatos y descargaban sus enormes y rubicundos culos en una cajita con arena? ¡Malditas sean! Pero al tranquilizarme vi la situación de otra manera. Siempre pienso que cuando te pasa algo malo puedes sacar una lección positiva y lo positivo de este caso es que peor ya no podía ir. Me había llovido en el desierto, estaba sin dormir y había pisado una enorme y pestilente mierda de vaca así que de perdidos al río, cogimos nuestras cosas y subimos a un nuevo tren con destino Jaisalmer.

¡Amor para todos!

1 comentario :

Anónimo dijo...

pisar mierda da suerte, no? pero te la puedes limpiar!! y eso no lo cuentas!!
ah, el del ojo fui yo
Alberto