miércoles, agosto 17, 2005

(Capitulo 3) BANGALORE-ANANTAPUR

Las cosas buenas de los hoteles de lujo es que, ya que pagas, exiges. Y eso es lo que hice yo. Me dirigí a recepción después de mi desayuno y les pedí que me buscaran todos los trenes que salían ese día hacia Anantapur, a que hora y en que sitio exacto debía comprar el billete.

Tras anotar toda la información pedí un taxi y fui directo a la estación. Entonces me di cuenta de por qué me habían aconsejado que no viajara en taxi. Me explico, el día anterior el rickshaw haciendo el mismo trayecto me había costado 30 rupias, el taxi me costó 350. Normal que haya cientos de rikshaws en la India, con esa diferencia de precio cualquiera vuelve a coger un taxi.

La cuestión es que llegue a la estación, que por cierto, estaba mas vacía y tranquila que el día anterior. Me dirigí a una de las muchas ventanillas que había en la estación, concretamente a la que ponía “billetes para hoy”. Parecía que la cosa era fácil. Tras un pequeño problema con el inglés del taquillero y tras la inestimable colaboración de una occidental que estaba detrás mío (yo no me había dado cuenta) conseguí, por fin, mi billete a Anantapur. Me costó 75 rupias. El tren salía a las 2pm y eran las 12. Tenía tiempo de ir a dar una vuelta. He de reconocer que la vida del mochilero es dura porque, ¡Dios mío como pesaba la puñetera mochila¡ Cómo me acordé de mi querida maleta con ruedas, pero en la India no había sitio para ella, ¡que pena¡

Ya era mi segundo día en la India pero aun no me había habituado a que me mirara todo el mundo. Vale que fuera el único occidental por estos lares pero es que me sentía como el mono albino del zoológico. Los alrededores de la estación eran una fiesta multicolor. Se mezclaban los diferentes colores de los saris de las indias (que iban desde el naranja más chillón al blanco mas puro) con los colores de los diferentes puestos callejeros donde se vendían todo tipo de frutas: plátanos, mangos, piña, cocos… Yo creo que si viéramos la India desde un satélite seria como ver una bolsa de caramelos de todos los sabores, un arco iris de mil colores.

Volví a la estación con el suficiente tiempo de localizar mi tren y acomodarme en mi asiento. Estaba en el anden 5. Lo que allí me encontré no es que me asustara pero lo que había delante mió era como un vertedero de basura en forma de tren de principios del siglo pasado. La gente ya se apelotonaba en los vagones de clase general. No había asientos, bueno sí que había pero eran mas bien los restos, rotos y sucios. Los animales también viajaban allí. ¿Os podéis imaginar qué olor? Decidí que la clase general todavía no era la mía. No sabía como funcionaba esto de las categorías de los vagones pero alguien encontraría que me lo pudiera explicar y fui en busca de ese alguien. El tren era largísimo y estaba tirado por una de esas máquinas que seguramente mi abuelo, que era jefe de estación, hubiera reconocido como una de las primeras que circularon por la España de Alfonso XIII. Como no encontraba al revisor ni nadie relacionado con el tren recurrí al truco de la ropa. Este truco sólo se puede emplear, casi exclusivamente, en países tercermundistas y consiste en localizar al o los viajeros que vistan las mejores ropas y seguirlos. A lo lejos vi una familia muy bien vestida y que no llevaban ninguna maleta, ¡cómo no!, tras ellos iba un sequito de pobres y harapientos dalits (que así se llaman los intocables o “sin casta”) llevando todas sus maletas. Me fijé en que vagón subían y allí subí yo. En la puerta se leía “A/C SLEEPER”, o sea, era la 1ª clase india. No voy a decir que me defraudara la 1ª clase pero es que suciedad había por todas partes. Al menos había asientos, manchados a modo multicolor (como la India) pero, al fin y al cabo, eran asientos. También había aire acondicionado, la versión India, un ventilador que se agarraba del techo como podía y hacía más ruido que aire. Otra diferencia entre 1ª y el resto es que el resto carece de ventanillas, solo hay barrotes de hierro que, visto desde fuera, parece un vagón prisión. En 1ª tenemos ventanillas tintadas para que no se nos vea desde fuera, debe de ser la moda.

Ya acomodado en mi asiento me dediqué a observar el andén. La gente iba de una lado al otro, unos descalzos y otros con sucias y gastadas sandalias igual que las ropas que vestían. Había montones de carromatos tirados por hombres que vendían todo tipo de cosas, desde plátanos, pasando por bolsas de patatas y otros productos que no sabría definir, mas que nada porque no se ni lo que eran. De pronto, a mi derecha vi que se formaba un pequeño tumulto. Había un hombre mas bien alto (comparado con la media de la India) y extrañamente bien vestido que llevaba cogido de la pechera a un pobre Dalit (la casta más baja). No fue difícil deducir que el alto era policía. El pobre Dalit estaba aterrorizado, como si ya hubiera pasado por esa situación y supiera la que le iba a caer encima. El poli lo zarandeaba como si fuera un trapo sucio. Por desgracia, el Dalit se resistía a ser llevado a la comisaría y el poli empezó a propinarle una serie interminable de collejas de esas que duelen solo de verlas. Al final los perdí de vista. Yo no se qué es lo que enseñan en las academias de policía indias, si es que tienen, pero lo que si se es que una de las asignaturas debe de ser la de dar collejas porque, ¡madre mía con que gracia las daba el puñetero!

El tren salió a su hora con una puntualidad inglesa, herencia de los casi tres siglos que los hijos de su graciosa majestad se pasaron aquí a expensas de los pobres indios. Quedaban 5 horas de viaje por delante, casi 250 Km. por recorrer y la mejor manera de pasar ese rato era contemplando el espléndido paisaje que tenía delante mío y, a la vez, acompañarlo de música. Creo que la música es al paisaje como el vino a una buena carne, imprescindible. La voz suave de Diana Krall empezó a mezclarse con el verde de la India. Era un verde fuerte, brillante por los restos de lluvia que habían caído. Era un verde salpicado de una tierra roja, muy roja, casi granate. Predominaban las pequeñas plantas sobre los árboles y a medida que avanzábamos el verde se iba dilatando hasta casi desaparecer. Nos adentrábamos en una tierra árida, tan árida como pobre, así es Anantapur. Como muy bien dice Vicens Ferrer: “Anantapur es tan pobre que incluso los monzones evitan pasar por ella”. Así estaba yo, ensimismado con el paisaje cuando el revisor del tren llamó mi atención. Al tener billete de general y estar en 1ª clase tuve que pagar la diferencia. El billete pasó de las 75 rupias que me había costado general a 550. Comprendí porque mi vagón estaba casi vacío. No es que fuera mucho dinero para un occidental, ya que solo suponían 11 euros, pero para la mayoría de los habitantes de este pobre país era casi el sueldo de un mes. No hicimos muchas paradas pero en cada una de ellas una legión de chavales portando bandejas repletas de lo que parecían ser dulces invadían mi vagón. No me atreví a probar nada, si queréis podéis llamarme cobarde pero si vierais en que estado estaban las bandejas y lo repletas que iban de moscas y otros insectos por el estilo a ver que hubierais hecho vosotros.

A las 7 de la tarde llegamos a Anantapur. Estaba oscureciendo pero en el cielo brillaba una bonita luna. Ahora solo me quedaba llegar a RDT que es como aquí se llama el campamento de la Fundación Vicens Ferrer. Salí de la estación y vi una parking lleno de rikshaws. Todos los conductores se agolparon a mi alrededor y empezaron a gritar al unísono como si de una coral se tratara: RDT, RDT, RDT. No hace falta ser muy listo para deducir que al único sitio que va un blanco en Anantapur es a RDT. Pregunté el precio del viaje, y el que parecía ser el cabecilla de “la coral” me dijo que 60 rupias. Daba igual, solo quería llegar al campamento y esta vez el precio sí que era lo de menos aun a sabiendas de que podía sacarlo más barato. El trayecto fue como todos los que había hecho en rickshaw, de locos. Llegué a RDT y ya me estaban esperando. Sasi, un indio alto y con un castellano casi perfecto, me dio la bienvenida, la llave y me acompañó hasta mis aposentos. Me duché, me cambié de ropa y me sentí como un hombre nuevo. Fui a la cantina a cenar algo y cual fue mi sorpresa al ver que el menú se componía de tortilla de patatas y pan con tomate. Cómo se notaba que el bueno de Vicens Ferrer era catalán. A mi lado se sentó una chica alta y delgada de nombre Ariadna. Era una ingeniero de Barcelona que estaba de voluntaria y ya llevaba allí casi dos meses, por lo que me fue como anillo al dedo para ponerme al corriente de cómo funcionaban por aquí las cosas. Más tarde me presentó a unos cuantos más de los voluntarios y empezamos una agradable conversación basada en quién era quién y qué hacía allí. Ya me sentía como en mi casa. Aunque la compañía era grata yo estaba demasiado cansado como para alargar la charla. Me despedí de todos y fui a mi habitación. Caí en la cama como un saco roto y Morfeo, dios del sueño, hizo el resto.

1 comentario :

Anónimo dijo...

Hola, rei!!! Que chulo el que estas fent... quina enveja...
Pero jo et vull felicitar pel teu 36 aniversar!!!!!!
Un peto enorme.
Segueix escribin que es genial.
Mar